viernes, 13 de agosto de 2010

MIS DIEZ CUCARACHAS

Diagonal Sur, Ciudad Buenos Aires, Argentina.Image via Wikipedia
Esquina de Buenos Aires
MIS DIEZ CUCARACHAS
Tirado en la cama espero que se enfríe un té y pienso en cosas que no salen como sería de desear. Me envuelven los sonidos del edificio, los que se me antojan los de un ser con vida propia. Las carcajadas destempladas de la mujer de abajo, festejando a gritos las gansadas del televisor. Debo esforzarme para hacer coincidir esas carcajadas, por lo desagradables, con la agradable y casi ímida presencia de quien las utiliza para expresarse. La misma mujer que cada vez que nos cruzamos en el palier, mira hacia el piso y saluda como con vergüenza.
La voz de criatura acongojada, casi a punto de soltar el llanto, con la que la vieja de al lado atiende el teléfono que suena a cada rato. Otro teléfono que nunca ubico bien, sonando quince o veinte veces en cada ocasión, treinta o más veces por día. Y en cualquier momento comenzará a funcionar la bomba de agua ubicada en el sótano, haciendo temblar todo el edificio en algún armónico de frecuencia por el que transitan sus giros al arrancar y al detenerse. Su rítmico ronroneo en resonancia es como el peristaltismo de este viejo animal de cemento y mampostería de la calle Mario Bravo, en el que habito desde hace tiempo.
Es notable. En todo este tiempo nunca vi una cucaracha en el edificio. Viviendo en edificios más modernos he debido confraternizar con esos blátidos para no ser vencido en lucha desigual. En una oportunidad, tuve que apelar a conocimientos de ecología y fundamentalmente a una buena dosis de sentido común, para no ser desalojado por ellas del departamento que habité antes que este. Allí nunca ví una cucaracha menor a una pulgada de largo y desde el inicio comencé a liquidar entre ocho y doce cucarachas diarias.
Recuerdo mis entradas al baño: con una ojota en la mano izquierda, prendía la luz con la otra mano y el piso parecía moverse mientras las cucarachas buscaban refugio al amparo de las sombras, junto al zócalo. Más de una vez alguna buscó guarida bajo el arco de alguno de mis pies descalzos. A esas les daba otra oportunidad. Las apresaba con una leve presión del pie, por asco a reventarlas, las tomaba por las antenas y las echaba al inodoro, regalándoles un “surf” cloacal.
 Luego de casi dos meses de combate, con un promedio diario de unas diez cucarachas muertas, caí en la cuenta de que todas las noches me encontraba más o menos con la misma cantidad de cucarachas en el departamento. Por allí pasaba el quid de la cuestión! Con sus escasos veinte metros cuadrados, o poco más, este departamento era un hábitat capaz de albergar esa cantidad de cucarachas y ni una sola más! Pero la presión de estas en el ecosistema del edificio y de la misma ciudad de Buenos Aires era enorme. Y al matar diez cucarachas diarias, inmediatamente venían otras diez a cubrir el nicho vacante. Seguir matando cucarachas era como pretender un final finito para el cuento de la buena pipa!
Entonces recordé algo que me había contado un científico suizo, Henry Bader, respecto a que las moscas se desplazan en el aire, de modo similar a las moléculas de un gas, en un mecanismo que también podría llamarse difusión, como el de las moléculas gaseosas. Siempre mantienen una determinada distancia entre sí y cuando se saca una mosca, otra mosca llega casi  instantáneamente a ocupar el lugar vacante.
Con las cucarachas pasaba lo mismo. Pero lo desagradable del caso era que las nuevas cucarachas entraban por la rejilla del piso del baño y venían desde la descarga sanitaria del edificio, trayendo a mi departamento la mugre de los vecinos. La conclusión entonces era obvia: al matar yo diez cucarachas diarias, mi departamento se convertía en un succionador ecológico de cucarachas, debido al potencial negativo que se establecía en éste, con respecto al resto del edificio. Y con ellas, además estaba trayendo todo tipo de mugre extraña!!
Como no soy partidario de la guerra química ni siquiera para exterminar insectos y mucho menos cucarachas, dado el alto poder tóxico y el efecto residual de los cucarachicidas, apelé al sentido común y opté por una solución de compromiso. Era imposible librarse de cucarachas mientras el edificio y la ciudad estuviesen infestados de ellos. Entonces decidí convivir con diez cucarachas, pero tratando de que fuesen siempre las mismas.
Dejé de perseguirlas y comencé a ponerles comida: migas de pan y azúcar en tapitas de gaseosas. En pocos días comenzamos a tolerarnos mutuamente, yo por razonamiento y ellas por hábito. A la semana y creo que por razonamiento, ellas aparecían cuando yo encendía las luces, e iban a ver cual era su vianda. Mientras tanto yo debía prestar especial atención para no pisarlas involuntariamente.
Con ello logré al menos que esas diez cucarachas fuesen siempre las mismas. Mis diez cucarachas, revolviendo solamente mi mugre; la que si bien no es menos mugre que la de los otros, me da menos repulsión porque le conozco el pedigrí. De todos modos eso no era un romance. Tampoco lo podría definir como parasitismo, aunque estaba más cerca de esto que de un mutualismo. Así es que ni bien tuve oportunidad, me fui a vivir lo más lejos que pude de ese edificio. Me escapé de las cucarachas, aunque lo que vino luego no les fue en zaga. Pero esa ya es otra historia.
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INSTANTES ANÓNIMOS - Recuerdos en Dársena Sur

Terminal de Buquebús 4
Aliscafo de Buquebús
INSTANTES ANÓNIMOS
RECUERDOS EN DÁRSENA SUR
Un soplo continuo de vapor escapa de una chimenea y es empujado por la brisa del sur, formando una nubecita que anda muchos metros antes de perderse en la atmósfera; porque afuera hace frío en serio. Cinco cipreses, como otros tantos dedos oscuros, se levantan sobre la orilla opuesta de la dársena frente a los galpones. El alíscafo Patricia Olivia de Buquebús, está casi quieto en su amarra. Solo acusa pequeños vaivenes cuando algún camión se acomoda en su panza, mientras flota en el caldo de cultivo de las aguas de la Dársena Sur.
Una botella de plástico navega lentamente hacia el río, impulsada por el reflujo. La FM sintonizada en la sala de la clase turista vuelca una cascada de palabras obvias y propaganda estéril, solo cortada a ratos por oleadas de música rapera con ritmo de galeotes. Mientras unos pocos pasajeros miran perfumes y cosméticos en el free-shop de a bordo, la música cambia a ritmo lento con reminiscencias de los años sesenta.
Es una de esas canciones que me agradaron siempre, sin saber quienes son los autores o quienes la ejecutan. Podría lo mismo ser de fines de los cincuenta; igualmente la recordaría. Un piano, una harmónica sencillita. Una voz en inglés, de esas conocidas desde siempre, parecida a los Beatles, si es que no es un ex-Beatle de solista, me hace viajar al pasado por el puente de la música.
De pronto ya no estoy sobre el Patricia Olivia esperando la partida. Los cipreses de la orilla son ahora los tantos cipreses que plantó papá y los galpones son los tantos galpones que papá, ladrillo a ladrillo, fue dejando tras de su huella por el mundo. Como aquél galpón de la estancia donde enraizó su vida junto a mamá.
Desde esos recuerdos caigo al presente con el peso de una bolsa llena de piedras, cuando el barco empieza a trepidar apartándose del muelle, mientras la voz del capitán saluda por los intercomunicadores y avisa que navegaremos a cuarenta nudos de velocidad. O sea a unos setenta y cuatro kilómetros por hora.
Veo la misma botella de plástico retornando lentamente en el agua de la dársena. No se si ya habrá cambiado la marea, o si regresa impulsada por alguna corriente generada por este barco saliendo de la amarra, o por el Ciudad de Buenos Aires que está entrando cargado de camiones. Vamos navegando al lado de remolcadores, chatas areneras y pesqueros. Uno de ellos, el Matrícula 6.141, pasa muy cerca y me recuerda que el presente es ahora y que estoy navegando hacia Montevideo.
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(Escrito alguna tarde de invierno entre 1992 y 1994, partiendo hacia Uruguay, para trabajar en la Universidad de la República, como experto de la Comisión Nacional de Energía Atómica.)
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INSTANTES ANÓNIMOS - El Arito Perdido


Renata
INSTANTES ANONIMOS
EL ARITO PERDIDO
Medio día en Buenos Aires. Estoy arriba de un micro ómnibus de la línea 37, yendo desde la Ciudad Universitaria hacia plaza Congreso, detenido por el semáforo en la esquina de Rodríguez Peña y Juncal. La fuente de bronce de la plazoleta lanza un penacho de agua límpida, la que se derrama en cascada desde los sucesivos platos hasta la pileta de la base, recién pintada de celeste. Desde la ventanilla cuyo asiento ocupo, observo a una muchacha que empuja la puerta de un negocio.
La puerta está cerrada. La muchacha gira ágilmente sobre sus tacones bajos y cruza la plazoleta. Va vestida con saco y minifalda negra haciendo juego con sus medias. Alguien la llama desde la vereda que acaba de dejar y se da vuelta.
Otra morocha, más baja, con campera de gamuza marrón claro y flecos en las mangas al estilo Buffalo Bill, se agacha y recoje algo de la vereda que luego alcanza a la primera. Intercambian sonrisas y la morocha de negro retorna sobre sus pasos poniéndose un aro en su oreja derecha.
Abre el semáforo y el 37 arranca, llevándome como testigo anónimo de otro pequeño gesto cotidiano de solidaridad que ayuda a vivir!
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--- Los mates de Gonzalito

LOS MATES DE GONZALITO
CONTABA MI SUEGRO que en su larga actividad sirviendo en los cuadros de Gendarmería Nacional, vaya a saberse por qué razón o costumbre, nunca tomaba mate cuando estaba de guardia en el escuadrón. Y eso que las guardias eran frecuentes, largas y a veces tediosas. En las tantas circunstancias en que le tocó estar al frente de las guardias como Suboficial Principal en el escuadrón de Las Lajas, durante un buen tiempo se ingenió para estar como su compañero de guardia y subordinado, un cabo de apellido González. “Gonzalito”, como era costumbre en la fuerza, para nombrar a todos por el diminutivo de su apellido. Siempre que le tocaba guardia a mi suegro, allí aparecía Gonzalito secundándolo.
Las guardias comenzaban con tareas de rutina, dando curso a asuntos normales del funcionamiento de la institución, como partes, correspondencia, logística y demás. Durante esas tareas Gonzalito era bastante parco; solo hablaba lo necesario y eso era una virtud a los oídos de mi suegro. Y al terminar las rutinas, Gonzalito aparecía con su infaltable mate en la mano.

- "¿Quiere que haga unos mates, mi Principal?" era la pregunta obligada de Gonzalito. Y la respuesta de mi suegro era siempre la misma:

- "Hacé para vos. Ya sabés que no tomo mate en la guardia!"

Y allá salía Gonzalito. Volvía con la pava, la calentaba en un calentador Bram Metal a kerosén que había en la guardia y empezaba a tomar mate solo hasta vaciarla. De vez en cuando repetía la cortesía de ofrecerle un mate a mi suegro, quien se lo rechazaba con la misma cantinela de todas las guardias y que Gonzalito conocía de memoria.
Se sucedían las guardias y entre las rutinas de siempre, a veces se sumaba el anotar si entraba algún camión con avena o fardos de alfalfa para las mulas del escuadrón. Anotar quien salía o quien entraba. Conseguir que se enviase algún vehículo con todo tipo de auxilios para cualquiera de las tantas peripecias que ocurrían en el Neuquén de aquél entonces, desde un médico o un enfermero hasta un mecánico, un juez, o un cura. O comida para lugareños o viajeros sitiados por la nieve.
Mi suegro había notado que al avanzar en esas tareas durante las cuales Gonzalito ya estaba prendido al mate desde hacía buen rato, este iba perdiendo su parquedad. Comenzaba a hablar cada vez más, a elevar el tono de voz y en ocasiones, poniéndose verdaderamente parlanchín. Pero llegado a ese punto, enseguida desaparecía de la vista e invariablemente mi suegro lo encontraba en un cuartito contiguo, dormido como un tronco.
Generalmente las guardias eran tranquilas; “mansas.” Y mi suegro, quien era un apasionado por escuchar emisoras de radio de onda corta(1), lo dejaba dormir tranquilo y escuchaba radio horas enteras sin ser interrumpido. Unas veces escuchaba la BBC de Londres y otras veces La Voz de los Estados Unidos de América. Quizá también y para tener un panorama más claro (“para contrapesar”, como hubiese dicho el), habrá escuchado radio Moscú y Radio Pekín, dos de las radioemisoras con mayor potencia en el mundo junto con las dos primeras. Cosa que no era casual, si se piensa que se estaba transitando por la época que se dio en llamar “guerra fría” entre occidente y las potencias socialistas de oriente.
Pero en más de una oportunidad en que la actividad de la guardia se complicaba por algún hecho inusual, a mi suegro le daba más trabajo que Gonzalito “volviera en sí” para que lo ayudara, que hacer toda la tarea solo. Después de despertarlo con algún zamarreo, era común que Gonzalito siguiese como dormido, a los tumbos, con una notable demora en reaccionar y complicando las cosas, en lugar de ayudar.

- “Pero si parecés borracho, carajo!!” le llegó a gritar mi suegro en una oportunidad y entre apurones por conseguir alguna ambulancia, o por despachar otro asunto urgente.

Y de esa exclamación surgió la duda que mi suegro trató de evacuar pronto. En las guardias siguientes buscó por todos los rincones posibles, cercanos y fácilmente accesibles desde el lugar, para ver si encontraba algún recipiente con bebidas alcohólicas. Pero no encontró nada. Hasta que dándole vueltas al tema, se le ocurrió que solo cabía la posibilidad de que Gonzalito se pusiese en curda… tomando mate!!!
La próxima guardia comenzó con el ritual de siempre: primero la rutina, luego Gonzalito ofreciéndose a cebarle mates a mi suegro, éste con su negativa de siempre y Gonzalito poniendo la pava en el fuego para tomar mates solo. En ese momento mi suegro lo mandó a llevar unos papeles adentro, a la comandancia. Papeles que estaban preparados de antemano para alejarlo unos minutos.
Al salir Gonzalito, mi suegro revisó la pava que estaba sobre el Bram Metal, la que en lugar de agua estaba llena de… vino blanco!!! Allí estaba la clave de la locuacidad creciente de Gonzalito y de su posterior sueño, del que era imposible que se recuperase enseguida. Y allí estaba la clave de por qué este se las ingeniaba de mil maneras para hacer guardias con mi suegro. Sabiendo que este no tomaba mates en la guardia, eran muy remotas las posibilidades de ser descubierto.
Además, sabiendo que luego de las tareas de rutina diarias de la guardia, mi suegro se pasaba el resto del tiempo escuchando emisoras de radio de onda corta, cuando menos lo molestase su segundo en la tarea, más tranquilo estaría para su afición. Así es que Gonzalito había encontrado el jefe ideal para secundar en la guardia.
Lo notable era que para darle más realismo a su simulacro de mateada, Gonzalito calentaba el vino en el fuego, con lo que los vapores etílicos aspirados y mezclados  con aire en la bombilla, cumplían los efectos de un mazazo en la nuca. Así, los pedos que se agarraba Gonzalito eran insuperables. Cómo para reaccionar rápido cuando se lo despertaba de improviso, si en esos momentos ni siquiera sabía en que planeta estaba!!
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(1) Recordemos que décadas atrás era habitual que las buenas radios tuviesen posibilidad de captar emisoras extranjeras en onda corta. Esa era la única manera de vincularse en tiempo real con el mundo, cuando no existía la rapidez mediática actual.

--- Me gusta harto el ají!!

ME GUSTA HARTO EL AJÍ, COMPADRE
CONTABA MI SUEGRO otra pequeña historia en la que no sé si “estuvo cerca” o se la contaron, y es la que sigue. Y recalco lo de “estuvo cerca”, porque en muchas de las historias que el atribuía a terceros, no faltó quien asegurara que casi siempre anduvo entreverado el mismo entre los actores principales.
Como siempre, el lugar fue uno de tantos en proximidades de la cordillera neuquina. Los actores, dos lugareños indigentes, de hablar achilenado, de esos que a veces consiguen algo más que el poco de ñaco y de vino necesarios para hacer una chupilca y que esta vez habían conseguido algunas cositas para cocinarse un guiso. No mucho; quizá alguna cebolla, unas papas, tal vez fideos y muy poco más. Aunque de algún lado había aparecido bastante ají picante, el cual para la mayoría de los lugareños y en especial para los provenientes de Chile, es poco menos que indispensable.
Al reparo de unas piedras grandes improvisaron un fogoncito con algunas piedras chicas puestas en círculo. Con algunas leñitas, a lo mejor yareta, o quizá simplemente bosta de vaca, de caballo o de mula, empezaron a calentar una ollita de hierro fundido de tres patas, muy comunes en el Neuquén cordillerano de aquella época. En ella se estaban cocinando los ingredientes, cuando uno de los dos agregó una importante cantidad de ají y el otro le llamó la atención al respecto, diciéndole:

- “Oiga compadre, no le ponga tanto ají, que a mi me hace harto(1) mal el picante.”

- “Lo que pasa es que a mi me gusta harto el ají, compadre”, contestó el otro, quien, al tiro(2) tomó cuenta cabal de la situación.

Porque la comida era poca y con ese pedido del compañero, ya había encontrado una forma de que rindiera; por lo menos para él. En cuanto el otro se descuidó, el primero volvió a echar otra buena cantidad de ají a la olla y nuevamente se repitió el pedido del primero y la misma disculpa del segundo.

- “Ya le dije compadre, que a mi me hace harto mal el ají. No le ponga más, po!”(3)

- “Es que a mi me gusta harto el ají, compadre!”, fue la respuesta poco menos que preparada del primero.

Y una tercera vez el primero esperó el descuido del otro, para zampar en la olla otro generoso puñado de ají, con la idea de que el compañero desistiera de comer y así quedaría todo ese guiso ultra picante para el solo. Pero erró el cálculo. Esta vez el otro no dijo nada, pues adivinando al vuelo la intención del primero se arrimó a la ollita, tomo unos puñados de arena del suelo, los mandó adentro y revolviendo bien, le dijo al otro:

- “Lo que usté no sabía compadre, es que a mi me gusta harto la arena!!”

Y vaya uno a saber si tendrían algo de vinito y ñaco, como para preparar una chupilca. Porque dicen que a ese guiso infernal no pudieron comerlo ni las hormigas!
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(1) La palabra “harto” es empleada en Chile como sinónimo de mucho.
(2) En este caso, “al tiro” es empleado también en Chile, con el significado de enseguida.
(3) El vocablo “po” es comúnmente usado al final de una frase, como una especie de apócope de pues.

--- Huevos fritos para todos!

HUEVOS FRITOS PARA TODOS!!
CONTABA MI SUEGRO que una noche estaba “casi por casualidad” en el boliche de Poblete, en Las Lajas. En realidad el boliche de Poblete, pomposamente llamado “El Rey de España”, estaba en el límite inferior de la categoría de boliche. Rayano en la miseria, con apenas alguna damajuana de vino aguado, alguna botella de ginebra, quizá otra de Hesperidina, y no mucho más.
Charla va y cuento viene con Poblete, en eso se abrió la puerta y por ella entró un tal Zárate, conocido miembro de la policía local, de franco ese día. Entró no muy firme sobre sus pasos, porque venía terminando la recorrida por todos los boliches de Las Lajas con un grupo de amigos en estado similar. Y ya nomás al querer sentarse, Zárate tropezó con una pata de la silla, la que se corrió sobre el piso de madera mientras el se daba vuelta para sentarse y casi terminó en el suelo.

- “Cuidado, que mm...me parece que está temblando..!”(1), alcanzó a decir Zárate mientras se afirmaba como podía al respaldo de la silla, entre un par de carcajadas mal disimuladas de sus ocasionales compañeros de juerga.

Lo de disimular las carcajadas era para no ofender al compañero ocasional, porque pese al estado, todos respetaban por las dudas al policía de franco. No sea que fuese rencoroso cuando se encontrasen con el estando de servicio.
A todo esto ya era bastante pasada la hora habitual de cenar. Pero el asunto es que las borracheras de Zárate eran exclusivamente suyas, porque su mujer no quería compartirlas. Así, cuando llegaba mamado a la puerta de la casa ella no lo dejaba entrar y esta vez había pasado lo mismo. Con hambre tanto el como sus amigos, vieron luz en lo de Poblete y se mandaron adentro, se sentaron y pidieron de comer.

- “No tengo nada para darles!”, explicaba Poblete, mientras mi suegro ya se preparaba para no perderse detalle de la historia que seguramente aparecería enseguida.

Zárate, quien en su casa respetaba muy bien los límites que le ponía su mujer, aquí no entendía razones. Se paró, fue hasta el mostrador medio a los tumbos, seguro de encontrar algo para comer. Y contaba mi suegro que le brillaron los ojos, porque detrás del mostrador, sobre una repisita y contra un espejo, había cuatro o cinco huevos de gallina. Para allí señaló Zárate; viendo los huevos reales, a los que seguramente sumó los reflejados en el espejo y en una de esas sumó también los duplicados por la curda dentro de su mente. Y mientras señalaba los huevos le dijo a Poblete, medio gritando:

- “Si serás miserable!!! Mirá la cantidad de huevos que tenés ahí arriba. Dale! Andá y hacé huevos fritos para todos!!”

Y andá a explicarle por las buenas a un mamado, policía creído para colmo, que no tiene razón. Así es que Poblete se fue para adentro de la casa, frió los pocos huevos en una sartencita que llevó a la mesa con unos panes. Pero vivo el gallego, también llevó a la mesa el espejo, al que paró pegado a la sartén y afirmado contra un jueguito de esos de poner el salero, el pimentero, el aceite y el vinagre. En el se reflejaban los huevos fritos, y contaba mi suegro que de vez en cuando alguno de los mamados pasaba un pedazo de pan por el espejo!
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(1) En cualquier zona cordillerana, al menos en Neuquén, en Mendoza y en San Juan, se le llama temblor a los movimientos sísmicos, por otra parte bastante frecuentes. Por extensión, con “estar temblando”, se entiende que está ocurriendo un sismo.

--- Alfredo Cerda, guardahilos

ALFREDO CERDA, GUARDAHILOS
CONTABA MI SUEGRO que Alfredo Cerda era un empleado del correo de Las Lajas, en la época en que el correo era una institución nacional y tenía el nombre de Correos y Telégrafos. Nombre que mucho después, durante la época de Martínez de Hoz, pasó a llamarse Empresa Nacional de Correos y Telégrafos y a ser conocida por sus siglas: ENCOTEL.
Alfredo Cerda no era un empleado cualquiera, de esos que repartían cartas por el pueblo, o de los ue vendían estampillas atrás del mostrador. No señor! Bueno, a veces si estaba detrás del mostrador vendiendo estampillas y más de una vez también repartió cartas; pero obligado por el jefe, quien no respetaba su jerarquía de guardahilos.
Porque Alfredo Cerda era el guardahilos de la zona y de él, de su habilidad y de su disposición, dependía la comunicación o la incomunicación del pueblo. No nos olvidemos que hasta avanzada la década de 1970, la mayoría de las comunicaciones del país dependían del teléfono y del telégrafo por cable.
Cada vez que se cortaba la comunicación telegráfica entre las Lajas y Zapala, o desde Las Lajas hacia otros destinos aún más alejados todavía, ¿quién, sino Alfredo Cerda salía de raje en su caballito, bajo cualquier condición climática, a buscar la rotura de los alambres y a empalmarlos como solo el sabía hacerlo? Porque luego el alambre podía romperse en cualquier parte, menos en un empalme hecho por Alfredo Cerda.
Por eso no le gustaba su jefe. ¿Qué era eso de mandarlo a vender estampillas justo a el; al guardahilos? ¿Sabría este jefe de tal por cual, venido andá a saber de dónde, que Alfredo Cerda llegó a pasarse días enteros recorriendo la línea en pleno invierno de 1.960, cuando la cantidad de terremotos que devastaron Valparaíso y la costa sur de Chile, cortaba la línea a cada rato?
Qué iba a saber este recién llegado! Pero bueno, habría que aguantarlo hasta que pidiera el traslado. Porque éstos se acobardan enseguida, al primer invierno ya rajan para el norte, mientras el seguiría a pie firme, con su gorra calada hasta las orejas, recorriendo la línea bajo nevadas atroces y bajo soles abrasadores! Sabrá el jefe las veces que regresó de “la línea” azul de frío y con un dolor de oídos insoportable que solo el y su mujer “la Julia”, sabían como se le curaba!(1)
Todo eso y mucho más se despachó Cerda con su voz rapidita en el boliche de Juan Haddad, embalado del todo por un par de cañas convidadas y por una hábil “tirada de lengua” de los presentes; entre ellos, un viajante de comercio que circunstancialmente mataba allí su tiempo libre. Después que  no le quedaba más por decir contra su jefe, Juan Haddad señaló algo que había sobre el mostrador y le preguntó:

- “Sabés que es eso?”

Y no sabía. Pero lo que había sobre el mostrador era nada más y nada menos que un grabador de cinta abierta: el primer Geloso que aparecía por Las Lajas! Cuando a Cerda le explicaron que en ese aparatito traído por el viajante, había quedado grabado todo lo que el había disparado contra su jefe, no lo pudo creer. Pero al escucharlo, se tuvo que rendir ante la evidencia.

- “¿Y ahora que va a pasar? Se puede borrar eso?”, preguntó con voz vacilante.

- “Mirá, creo que no”, le dijo Juan Haddad y agregó:

- “El problema serio va a aparecer cuando lo escuche tu jefe. Mirá que sos lengua larga, vos, eh?!”, terminó retándolo. Y como para asustarlo un poco más, agregó:

- “¿No viste que yo te hacía señas para que te callaras?” Lo cual era mentira, pero lograba el efecto deseado.

Cerda, ya pálido desde hacía un rato, no decía más nada; no fuese cosa de que lo siguiesen grabando. Encima sabía que el jefe de correos aparecía seguido por lo de Juan Haddad y no seríaextraño que se enterase por charlas, o que directamente le hiciesen escuchar la grabación. Salió a la calle hecho un trapo. Anduvo un rato para cualquier parte y luego enderezó para la casa de mi suegro, junto a cuya casa tenía él la suya. “Don Pérez” – que ese era el apellido de mi suegro – como buen amigo, gendarme y algo entendido en temas legales, lo sabría asesorar en la desgraciada circunstancia.

- “No sabe lo que me pasó, Don Pérez..! Que lo parió..! Cuanto más se vive, más se vé, Don Pérez..!”

Eso fue lo primero que le dijo a mi suegro, casi sollozando (…porque una cosa era mantener “la línea” funcionando bajo cualquier circunstancia, hasta con veinte grados bajo cero, para lo cual Cerda era muy hombre y otra cosa era hacer frente a estas cosas casi de brujería, para lo cual era casi una criatura!)

- “Y… yo veía que arriba del mostrador daba vueltas un aparatito, pero que me iba a imaginar eso, Don Pérez!”, seguía lamentándose Cerda, luego de contarle toda la historia a mi suegro. Y seguía:

- “¿Me podrán echar por eso, Don Pérez…? Yo llevo más de 20 años en el correo y nunca tuve ni un problema. Mire que venir a meter la pata de esa manera! Pero usted vio como son esas cosas, Don Pérez… uno empieza a hablar y se embala…pero quién iba a imaginarse, Don Pérez…!” 

Y Cerda seguía su letanía con la voz cada vez más rápida y aflautada, mientras mi suegro lo dejaba hablar y estiraba un poco más la cosa, para disfrutar un poco la joda en la que él, cosa extraña, no había estado presente. Sabía de sobra que era una broma y que aquellos no iban a mandar al frente a este pobre infeliz. Pero por la desesperación de sus palabras, hasta cabía la posibilidad de que el mismo Cerda fuese a disculparse de antemano con su jefe, vendiéndose solo. Así es que mi suegro le dijo:

- “Mirá, voy a ver que puedo hacer!” y agregó: “No te movás de acá, Sabés? No hablés de esto con nadie y menos con tu mujer! Entendés?” Porque bien sabía mi suegro que decírselo a “la Julia” era como gritarlo en la plaza del pueblo.

Y hacia el boliche de Juan Haddad salió mi suegro que le hervían los talones, apurado por conocer el aparatito y por escuchar las barbaridades que le habían grabado al pobre Cerda. Y allí se estuvieron hasta el oscurecer, dándole para adelante y para atrás al Geloso. Tanto para reírse como chicos con la voz de Cerda, que en el grabador parecía más rápida y más finita que en persona, como para asombrarse del primer grabador que tenían ante sus ojos. Y a decir verdad, coincidieron en que lo que le pasó a Cerda le hubiese podido pasar a cualquiera de ellos!
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(1) Para esos dolores de oído, la “farmacopea” popular solía aconsejar el vertido en el oído, de orines humanos recién hechos y aún calientes (“frescos”). Quizá fuese por la temperatura que eso calmaba el dolor. Lo cierto es que mi suegro más de una vez presenció la llegada de Cerda desde línea con tanto dolor de oídos, que antes de entrar a la casa y mientras desensillaba el caballito, le gritaba a “la Julia” que tuviera listo “el remedio.”

--- Ladrón de vacas

LADRÓN DE VACAS
CONTABA MI SUEGRO sobre un caso especial de abigeato en pequeña escala allá por la zona neuquina de sus andanzas como gendarme; en este caso cerca de Loncopué. Era un caso raro, porque de vez en cuando desaparecía alguna vaca sin dejar los rastros habituales. No aparecían rastrilladas de arreo u otros indicios; ni pisadas de las vacas robadas, ni de caballos, ni rastros de carneada. Ni siquiera aparecían huellas de algún carro u otro vehículo en el cual pudiesen haberse llevado la vaca o su carne.
El caso, que era raro en serio, seguía ocurriendo periódicamente y el reclamo había llegado hasta Gendarmería. Porque se pensaba que el ladrón de ganado sería alguien muy hábil que pasaba las vacas robadas “al otro lado”; es decir, al cercano Chile, para carnearlas tranquilo. Y por eso mi suegro, comisionado por sus superiores, “rebotó” por allá, como el gustaba decir, a ver si podía encontrarle la vuelta al caso.
Lo primero que hizo fue un replanteo del lugar físico y conversó con todos los lugareños, tanto los afectados como los no afectados. Hasta habló con “Pelado Zorro”, aquél que un 18 de Septiembre se había freído un pie en la olla de grasa y ahora andaba en una silla de ruedas que le habría conseguido la solidaridad de alguien. Pero nadie había visto nada ni conocía nada más que los comentarios de los afectados.
Nunca llegó a contarme si de esas charlas había sacado algo en limpio. Pero quizá no teniendo una idea muy clara de por donde empezar, comenzó a rondar de noche por la zona, tratando de no hacerse ver demasiado. A los pocos días desapareció otro par de vacas y mi suegro ya tuvo el lugar mismo de un hecho reciente para avanzar en el caso con ideas y elementos propios. Parece que algo encontró, porque dirigió su ronda nocturna a una zona en particular, siguiendo una corazonada.
No tuvo que esperar mucho, porque a las pocas noches en su ronda vio unos bultos que venían por la huella elegida para vigilar. Por esa huella, que no era una huella cualquiera sino que era de piso bien duro, rocoso, como para dejar los mínimos rastros, venía un par de vacas arreadas por un muchachito del lugar y más atrás venía alguien agachado, barriendo la huella con una escobita hecha de ramas. Mi suegro dejó pasar al muchachito con las vacas y se fue derecho a quien venía barriendo, que no era otro que “Pelado Zorro”, bien parado y sin la silla de ruedas!!
Resulta que la silla de ruedas seguramente le habrá hecho falta en serio al principio, para poder andar mientras se recuperaba de su pie literalmente frito en grasa aquél 18 de Septiembre de chupilca y cueca. Pronto la gente se fue acostumbrando a verlo en silla de ruedas, con la que se convirtió en una parte más del paisaje familiar.
Solo “Pelado Zorro” sabría cuando se le había curado el pie y había podido caminar de nuevo. Pero no se lo dijo a nadie, porque el asunto de la silla de ruedas le había empezado a gustar. Como buen zorro viejo (…y ahora entendemos que el apodo no era vano!), enseguida le había encontrado otro tipo de utilidad: quién iba a desconfiar de un “inválido” como ladrón nocturno de vacas!?
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--- Eundo Quilape e' indio!!

EUNDO QUILAPE E’ INDIO, CARAJO!
CONTABA MI SUEGRO que su casa de Las Lajas estaba edificada en una esquina. Una de las calles topaba contra el terraplén que contenía las crecientes del río Agrio y la otra era paralela a ese terraplén(1). Pese a lo riesgoso que era vivir al otro lado del terraplén, del lado del río, algunos lugareños, los más indigentes, edificaban sus ranchos allí, sobre la misma llanura de inundación del Agrio.
Tal era el caso de un tal Benavídez, quien tenía por apodo “Calambrito”, debido a la chuequera que le había quedado como secuela de una poliomielitis temprana, la que fue bautizada al vuelo por la inventiva popular. Tan falto de recursos como de ideas, “Calambrito” había edificado un rancho del lado del río, sobre un extremo del terraplén. Aprovechando el mismo como el soporte más sólido, había amontonado ramas, chapas viejas y lo que encontró a mano, de forma más o menos ordenada, como para parar algo el viento y la lluvia y allí vivía con su familión que crecía año a año.
Cada creciente del Agrio le llevaba no solo el rancho, sino todo lo que no podía escapar por su cuenta. No se sabe si alguna vez le habrá llevado algún chiquillo, porque tenía tantos, que solo él y su mujer sabrían si faltaba alguno, y eso si se daban cuenta. Porque a otros vecinos con tan pocas luces como este, les ocurrió que una noche de invierno se olvidaron de entrar el cochecito del bebé, al que a la tarde habían sacado afuera(2) a tomar sol y al pobrecito lo encontraron a la mañana siguiente, muerto de frío por la helada de la noche. Pero esa es otra historia.
Visto desde el lado de "Calambrito", probablemente el asunto de que cada creciente le llevara el rancho no era una cosa mala para él y su familia, sino todo lo contrario. Porque por un tiempito, quizá por algunos días, o por alguna semana, ellos pasaban a ser el centro de atención del pueblo.
Allí llegaba el intendente de turno con alguno que otro político y por demagogia o lo que fuere, dejaban comida, colchones y hasta chapas y tirantes como para que “Calambrito” hiciese otro rancho y esperase hasta la próxima creciente.
Esto era tan frecuente en tantos lugares similares, que algunos llegaron a llamarlo “la industria de la inundación.” Porque imagínense que si había suficientes chapas, colchones y comida como para que los tantos “Calambritos” de la provincia (y de otras provincias) ligaran algo, conociendo el histórico manejo de quienes especulan con las necesidades de la miseria, vaya uno a saber lo que iba quedando por el camino.
El asunto de esta historia es que un domingo mi suegro estaba regando la huerta como siempre, con sus hijas dándole a brazo partido a la bomba de mano, cuando se escuchó un caballo atropellando y unos gritos desaforados. ¿Qué pasaba? Pasaba que Segundo Quilape, el mismo al que en la primera historia describimos cuando sus amigos no lo invitaron a bajarse del caballo para chupar vino en damajuana, ahora estaba emulando al criollo de la “Milonga del Solitario” de Atahualpa Yupanqui, porque “la caña lo había bandeado(3).” Y en la desinhibición que le provocaba el alcohol, le brotaba todo el indio que reprimía constantemente en su interior durante las horas de sobriedad.
Vaya uno a saber cómo, había subido con su caballo al terraplén, e iba y venía de una punta a la otra al galope tendido. Al llegar a un extremo sujetaba el animal haciéndolo abalanzar, y casi sentándolo sobre sus cuartos pegaba la vuelta sobre el anca y galopaba hasta la otra punta, donde repetía la maniobra mientras gritaba a voz de cuello:

- “Eundo(4) Quilape e indio, carajo!”

El asunto es que en uno de los extremos del terraplén estaba el rancho de “Calambrito” con toda su familia adentro. Y Quilape, cada vez más eufórico en su representación del indio que llevaba adentro y que tan pocas veces podía salir, en una de las vueltas sujetó tanto el caballo que este directamente reculó sentándose en serio, pero con tanta mala suerte que el anca ya estaba fuera del terraplén y así cayó, sentado, dentro del rancho de “Calambrito.”
Si bien dentro del rancho habrían escuchado las bravatas de Quilape arriba del terraplén, nunca se imaginaron que este podría entrar al rancho con caballo y todo … y por el techo! Así es que hubo un desparramo de muchachitos en todas direcciones y seguramente “Calambrito” también habrá salido a las chuequeadas. Aunque en medio de semejante batifondo, tanto no pudo ver mi suegro.
El epílogo de esta historia es que “Calambrito” no tuvo que esperar a la próxima creciente del río Agrio para ligar algo. Porque en esos momentos tan cómicos como trágicos, en Las Lajas el hecho cobró carácter de “desastre natural” y en esos casos siempre aparece más de una mano solidaria que se levanta por sobre cualquier crítica.
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(1) Terraplén que no existe más desde hace muchos años.
(2) Lo de “afuera” es un modo de decir, porque la precariedad del rancho era tal, que no era fácil decidir cuando uno podía estar afuera o adentro, tomando a la intemperie como referencia.
(3) “siempre en voz baja he cantao,/ porque gritando no me hallo…/ grito al montar a caballo,/ si la caña me ha bandeao!”, rezan los versos de Atahualpa en la “Milonga del Solitario.”
(4) “Eundo”, era lo que realmente se oía al gritar Quilape su nombre, en lugar de “Segundo.”

--- Quiñiñir y los quesos

QUIÑIÑIR Y LOS QUESOS
CONTABA MI SUEGRO otra pequeña historia, también ocurrida en la provincia de Neuquén, pero no en Las Lajas, sino en Cohihueco. Para el caso es lo mismo, porque las historias de pobres, cómicas o trágicas, son casi un calco en cualquier lugar en el que ocurran. Aunque siempre hace falta un ojo atento y una mente lúcida para que no desaparezcan junto con los actores.
Y casualmente por allí andaba el ojo largo de mi suegro, atento a todo lo que podía ser historia, a la sazón en un almacén de ramos generales donde también se despachaba bebida, como en todo almacén de campo de aquélla época. Me parece ver ese boliche, porque podría decirse que quien vio uno, los vio todos. Con el infaltable mueble que abajo tenía cajones con puertas-bisagra horizontales, debajo de las cuales se guardaban las bolsas de la mercadería que se vendía al menudeo: yerba, azúcar, porotos, arroz, sal gruesa. Hacia arriba y hasta el techo seguían estanterías de madera llenas de todo lo que podía ser imprescindible en esas zonas.
Un sector de las estanterías estaba atestado de botellas de bebidas alcohólicas. Ginebra Bols y Llave; caña Pecho Colorado; caña Mariposa; grappa Valle Viejo; Hesperidina; Fernet Branca; Cinzano (estas dos últimas seguramente también adornando el frente del boliche en sendas placas metálicas esmaltadas, de las que por allí quedan algunas que todavía no han sido sacadas, en los antiguos boliches de muchos pueblos abandonados).
En otro sector, la estantería interminable estaba atestada de lámparas a kerosén, faroles a kerosén tipo “petromax”, pilas de linterna, cartuchos de escopeta, aperos para caballos de montar y de tiro, lazos, cuchillos, piedras de afilar, herramientas de mano y un sinnúmero de otras cosas para satisfacer las necesidades de la población rural.
Y si el negocio era un “ramos generales” con todas las de la ley, como el de Cecilio Espinoza en Las Lajas, hacia la otra punta, lo más lejos posible del despacho de bebidas y si es posible perdido en un recodo del salón, tenía tienda y mercería con cortes de género, blanco, botonería y todo lo necesario para que las mujeres de la casa se amañaran en la confección y el arreglo de prendas. Esta punta era ya literalmente un “reservado para señoras” y era atendido por la patrona de la casa.
El piso no podía ser de otra cosa que de tablas de pinotea gastadas por el pisoteo y las barridas. Y sobre el piso, formando una barrera entre el público y el espacio exclusivo del dueño de casa, estaba el mostrador. Seguramente largo, de madera oscurecida por el tiempo, por los roces y por el derrame de tantas copas; con alguna caramelera y alguna campana de vidrio para proteger algún queso cortado, fiambres y pasteles hechos por la patrona o por alguna allegada a la casa.
En el caso de esta historia y junto a otro montón de mercaderías en exhibición, arriba del mostrador había una especie de pirámide de quesos bien redondos, como de dos kilos, junto a otra estructura arquitectónica por el estilo, pero formada por cajoncitos de dulce de membrillo. Seguramente mi suegro no andaría por el lado de la mercería sino “para la otra punta”, confraternizando con el bolichero con una ginebra o algo por el estilo de por medio. En eso estarían, cuando entró al boliche un tal Quiñiñir, cubierto por lo que quedaba de un poncho que a lo mejor en su momento fue un buen Castilla, pero que ya atajaba bien poco.
Quiñiñir era un lugareño muy conocido por sus miserias y por sus mañas para sobrevivir a cualquier precio. No bien entró este, mi suegro vio que su mirada se clavó un instante en el montón de quesos y ya adivinó que por allí iba a aparecer la historia. El bolichero pasó a atenderlo enseguida, porque siempre ocurre que a quien tiene más miseria, más pronto se lo quieren sacar de encima, como a la ropa con piojos.

- “Qué andás precisando, vos!” probablemente le habrá preguntado, medio como prepeándolo, y recalcando un “vos” que no dejaba duda de la superioridad de quien lo pronunciaba.

Quiñiñir, de las tantas cosas que seguramente precisaba, también seguramente no podía comprar ni la más elemental, pero ya los quesos habían pasado a convertirse en su necesidad imperiosa del momento. Comenzó a hablar vaguedades casi guturalmente, como hablando para adentro, al mejor estilo de los lugareños que hablan frente a alguien a quien le tienen respeto o miedo. Hasta que señaló algo en la estantería a espaldas del bolichero.
Este se dio vuelta, avanzó hacia la estantería y Quiñiñir, rápido como un chicotazo de látigo, sacó una mano de abajo del poncho, manoteó un queso y lo trajo hacia sí con la misma velocidad. Pero la redondez del queso y la inercia de un movimiento tan rápido lo traicionaron. Así como vino el queso bajo el poncho, con la misma velocidad siguió de largo escapando de la mano de Quiñiñir y cayendo al piso de madera, donde dio un par de saltos y siguió rodando hacia la puerta.
El bolichero se dio vuelta al ruido que hizo el primer rebote del queso, aunque no entendió bien que pasaba. Quiñiñir se quedó duro y sin saber como reaccionar, porque en ese instante tampoco sabía si el bolichero ya entendía de qué se trataba. Improvisó una excusa casi como entregándose, al decir, comiéndose las eses:

- “Que le pasa a ete queso..!” 

Y antes de que el bolichero entendiera lo que pasaba, mi suegro le salvó la situación a Quiñiñir diciéndole:

- “Andá, metele, que se te va el caballo.”

Y mientras mi suegro alzaba el queso y lo ponía sobre el mostrador, comentando con el bolichero sobre la redondez de los quesos, vieron que Quiñiñir ya afuera, se ponía a revisar las alforjas de un caballo que estaba atado al palenque. Allí encontró una botella, la sacó y con otro compinche que se había quedado afuera, se perdieron en un pajonal vecino.
Todavía estaban comentando el caso con el bolichero pensando que sería una botella de bebida alcohólica, cuando apareció el dueño del caballo y encontró las alforjas abiertas. Mi suegro y el bolichero le explicaron quienes las habían abierto y que como solo sacaron una botella que seguramente los tendría tranquilos por varias horas, no les dijeron nada. Allí se vinieron a enterar que la botella estaba llena de saguaypicida puro, que puede ser muy tóxico.
Entonces los buscaron a ambos sin éxito por el pajonal.
Algunos días más tarde, cuando aún el tema daba para conversaciones, reapareció Quiñiñir sin aparentar ningún malestar. Apurándolo un poco, confesó que a la botella que había sacado de las alforjas se la habían tomado toda en un rato. Seguramente a partir de allí estos dos podrían tomar agua del pantano más infestado, que por el resto de sus vidas no iban a tener saguaypés en el hígado (...si es que algún día llegaban a tomar agua y si es que tenían hígado...!)
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--- Esto es cueca!

ESTO ES CUECA!!
CONTABA MI SUEGRO que un 18 de Septiembre le había tocado en suerte andar por las primeras estribaciones de la cordillera neuquina entre Las Lajas y Loncopué. Esa no es una fecha cualquiera en la zona, porque es el día de la independencia chilena y por allí deambula mucho chileno directo, o emparentado. Por tal razón para esa fecha proliferan las enramadas y en ellas suelen abundar las empanadas, el vino, el ñaco(1), la cueca y los imprevistos. Generalmente quien durante esa fecha escuche una bulla en cualquier lugar, puede pasar y sumarse, porque allá la gente es generosa compartiendo lo poco y nada que tiene.
En un rancho del lugar se había armado el festejo patrio del país hermano. En un rincón, en un hogar hecho con piedras en el suelo, en una olla como de diez litros, de hierro fundido y de tres patas, parada entre las brasas, hervía la grasa de las tortas fritas. En el medio del rancho se zarandeaban unos cuantos meta cueca, mientras que entre quienes no bailaban, circulaban algunos jarros de chupilca(2).
Atraído por la bulla se arrimó un lugareño a quien vaya uno a saber porqué, apodaban “Pelado Zorro”. Este se asomó a la puerta y miró para adentro como pidiendo licencia. Al tiro(3) le alcanzaron un jarro con chupilca y al tiro también se prendió a la cueca que estaban empezando a tocar.
Es importante aclarar que en Septiembre aún hace bastante frío por aquellos lugares. “Pelado Zorro” estaba bajando del cerro con su piño de chivos y venía preparado para el frío y la humedad. Seguramente lo cubriría algún poncho de los llamados de Castilla, muy apreciados en la zona por su fama de impermeables, y me animaría a decir que bastante castigado por los años. Aunque de eso no se habló después, porque el poncho no formó parte de la historia.
Sí se comentó que tenía protegido cada pie con un retobo de cuero de cordero a modo de medias o polainas, bien afirmado en su sitio con los mismos tientos que además le sujetaban las hojotas. Y de eso se acordaban muy bien todos los presentes. Aunque nadie se hubiese acordado de algo tan común allá, si no hubiese ocurrido lo inevitable para que el festejo tuviese su accidente.
La chupilca y la cueca le calentaban la sangre a “Pelado Zorro”, quien daba pasos y saltos cada vez más enérgicos para adelante y para atrás, al ritmo de la música y gritando:

- “...esto es cueca, po!”

En una de las tantas reculadas prácticamente a los saltos, no tuvo mejor suerte que embocar un pie bien afirmado dentro de la olla donde se freían las tortas. Gritó y dio dos o tres saltos salpicando grasa para todos lados, al revolear la olla aún atrancada en el pie. Y mientras la grasa hirviendo se le filtraba por los pliegues del retobo de cuero del pie, allá salió “Pelado Zorro” para el patio, siempre a los saltos, seguido por alguno que otro salpicado con grasa caliente en la desgraciada circunstancia.
“Pelado Zorro” manoteaba los tientos del retobo tratando de desatarlos, se quemaba también los dedos y seguía gritando más que adentro del rancho, pero no de alegría sino de dolor, mientras se le freía el pie adentro del cuero de cordero. Porque está visto que para un pobre es más fácil pasar de la alegría al llanto, que del llanto a la alegría.
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(1) Trigo tostado y molido del tamaño de sémola gruesa. Puede tomarse mezclado con vino, aunque no faltan quienes aseguran que también han visto tomarlo mezclado con leche.
(2) Bebida muy común en las provincias cuyanas, al igual que en Chile, preparada con ñaco y vino. Quienes la toman aseguran que es muy energizante.
(3) “Al tiro” es una expresión muy usada en Chile y en la cordillera neuquina, significando “enseguida.”

--- Eee que no podís ir quieto?

¿...Eee QUE NO PODÍS
IR QUIETO, PO..!?
CONTABA MI SUEGRO que recién se había levantado de la siesta y estaba “preparando todo” para regar su huerta, la cual era su orgullo y el comentario de medio pueblo. No había otra huerta igual en Las Lajas. Que igual..! Ni parecida..! Es más, dicen que en Las Lajas esa era la única huerta que había. Y eso no era casual, porque mi suegro, nacido en las chacras del Alto Valle del Río Negro, había traído consigo el secreto milenario indispensable para tener una buena huerta. Este secreto, compartido por bolivianos, italianos y españoles y vedado a la mayoría de los criollos vaya uno a saber porqué maldición también milenaria, consistía nada más (...y nada menos!) que en sembrar y regar!
La maniobra de “preparar todo” para regar la huerta, consistía fundamentalmente en dos cosas: traer la azada del galponcito para ir abriendo y cerrando los surcos de riego y traer medio de prepo a sus dos muchachitas a darle y darle a la bomba de mano. Ellas sabían que colaborar en el “ritual del riego”, era casi la única forma en que después podían quedar libres para sus actividades del domingo a la tarde.
Era justo la hora en que un domingo de Enero se estaba sacudiendo de encima la modorra de la siesta. El calor pesado como plomo derretido, hacía reverberar el polvo de las calles de tierra y ripio como si hirvieran. Porque hacía bastante que no llovía y aunque en aquella época en el pueblo no había muchos automotores, el ir y venir de los mismos por las calles, aflojaba el ripio y se formaba un colchón espeso de ripio suelto y polvo bayo, casi impalpable: fina ceniza volcánica acumulada durante milenios, según los entendidos en el tema.
De vez en cuando alguna tenue brisa parecía que haría aflojar el calor, aunque no pasaban de soplos esporádicos que llegaban desde el lado del río Agrio que vivoreaba ahí nomás, a tiro de piedra. Porque el río estaba cruzando una de las calles en las que hacía esquina la casa de mi suegro, detrás de un terraplén levantado para contener sus crecidas extraordinarias.
Un rumor de motor que se aproximaba por alguna de las dos calles, indicaba que por lo menos otro mortal ya había dejado la siesta y se aventuraba por el polvaderal poco menos que hirviente. Mi suegro levantó la vista y vio que un vecino del lugar venía montado en una motocicleta recién comprada de segunda mano.
Muy probablemente era una Puma de Primera o de Segunda Serie, a juzgar por la época de la que data la historia, allá por finales de la década de 1.950, o quizá principiando los ´60. Y digo muy probablemente, porque esas fueron las primeras motos que se fabricaron masivamente en el país, proliferando en ese entonces. Aunque también podría haber sido una Legnano, una Capri, una Tehuelche, una Paperino, o porqué no, una Zanella Cecatto, puesto que todas ellas fueron orgullo de la producción nacional de aquél entonces y de las cuales solo logró sobrevivir Zanella.
Quien haya manejado una moto livianita y poco potente como cualquiera de esas, sobre un colchón de tierra, de ripio, o de arena suelta, sabrá que no es fácil avanzar y menos fácil es avanzar derecho. Si a eso se le pone arriba un criollo más hecho a las riendas que al manubrio de una moto, con un muchachito asustado en el asiento trasero, se tienen todos los elementos básicos para un buen porrazo.
Venía duro el criollo al comando de la moto, con el muchachito atrás, más duro todavía de puro susto. Llegaron a la esquina donde se cruzaban las huellas de auto de ambas calles. Allí había unos huellones que al ser pisados, seguramente desacomodaron un poco la moto. En esas circunstancias, lo peor que puede hacerse son maniobras bruscas, que parece fue lo que hizo este buen hombre.
Contaba mi suegro que mientras el se volvía a mirar los surcos de riego se escuchó una acelerada violenta, probablemente al caer el conductor con la mano agarrotada sobre el acelerador. Enseguida se detuvo el motor, quizá ahogado. Mientras mi suegro se aproximaba al corralón del patio para ver mejor que había pasado, otro soplo de brisa desde el río despejaba poco a poco la polvadera y apareció una escena imperdible para quien supiese apreciarla.
El muchachito estaba mudo, “entalcado” de pies a cabeza con el polvo de la calle, parado en posición de firme al lado de la moto caída, mirando lejos y con la pera temblando. Más allá el criollo levantándose también mudo, sacudiéndose las ropas y mirando a todos lados para ver si había testigos de la chambonada. Bastó que descubriera a mi suegro mirando por sobre el corralón, para irse derecho al muchachito, argumento perfecto para “deslindar” su responsabilidad, sacudiendo el dedo con el cual lo señalaba y gritándole:

- “...Eee... que… vo... no podís ir quieto, po...!?
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--- Doña Chola y el Compadre Rosamel

DOÑA CHOLA
Y EL COMPADRE ROSAMEL
CONTABA MI SUEGRO que había fallecido un vecino de Las Lajas y a la tardecita, luego de cumplir con su trabajo, fue al velorio a presentar sus respetos. Con su agudeza de siempre, no faltó casi nada para que el velorio le diese material para sus historias. Luego de cumplir saludando a los deudos, se había parado en la penumbra de la galería de la casa a conversar con algún otro vecino presente en la condolencia.
La casa era una modesta de tantas, con su galería de piso de tierra bien regado para la contingencia fúnebre y colgada bajo la galería, la infaltable “fiambrera” que mucho tiempo después y en los hogares más pudientes, primero vino a ser reemplazada por la heladera a kerosén y luego por la heladera eléctrica. Y dentro de la fiambrera, un par de cabezas de chivo esperando ser parte de algún puchero(1).
Un rumor de saludos entre los que estaban conversando más cerca de la puerta de calle, hizo que mi suegro dirigiese su atención hacia allí, justo para ver entrar a Doña Chola, una vecina del pueblo, bien gordita, cuya coquetería le hacía prescindir de los anteojos, aunque era poco lo que veía. Doña Chola avanzaba elegante por la galería, con paso firme y saludando con la cabeza a diestra y siniestra. Al pasar frente a la fiambrera, un poco por la penumbra del atardecer y otro poco por su mala vista, saludó el bulto haciendo una reverencia y un amplio gesto con la cabeza.
Sin inmutarse y quizá sin darse cuenta a quién, o a qué había saludado, Doña Chola siguió su avance hacia adentro de la casa y mi suegro tuvo que salir a tomar un poco de aire al patio, porque reírse de golpe en un velorio está mal visto en cualquier parte. Por más que uno llegase a explicar que Doña Chola había saludado a las cabezas de chivo de la fiambrera.
Al rato nomás y dominada la risa, mi suegro entró de nuevo a la casa y se estacionó en la sala mortuoria, recostado en la pared casi al lado de Doña Rosa, una vieja histórica del lugar, famosa porque algunos decían que era ciega y otros agregaban que solamente “no veía lo que no quería.” La cercanía de Doña Rosa casi seguro iba a dar material para otra historia, la que no tardó en aparecer.
Para esto, la recién llegada Doña Chola ya estaba completando su ronda de saludo a los deudos en la capilla ardiente y se acercaba al lugar donde estaba sentada Doña Rosa. Se arrimó a ella por el lado contrario a donde estaba mi suegro y parándose también contra la pared, comenzó a conversar con la vieja. La charla era confusa, casi incoherente, con la vieja preguntando al bulto y la gorda respondiendo sin mucha convicción. Mi suegro, parado al otro lado, obviamente no se perdía palabra.
Así pasaron algunos minutos durante los cuales la vieja seguía preguntando y Doña Chola seguía respondiendo cada vez más confundida. Hasta que en una de esas Doña Rosa, probablemente notando también la incoherencia de las respuestas, se incorporó de la silla, dio toda una vuelta alrededor de Doña Chola para que al obligarla a girar, la cara de esta se iluminase con las luz de las velas. Entonces, mirándola detenidamente bien de cerca durante un rato, al final exclamó:

- “Puaahh!! Si me había créido qu' era el compadre Rosamel!!”
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(1) A propósito, contaba mi suegro que una vez en un rancho en el que estaba invitado a comer, hervían una cabeza de chivo en el puchero mientras él tomaba mate en la cocina con el dueño de casa. En eso entró corriendo el niño menor de la casa, un muchachito de unos cinco o seis años, quien levantó la tapa de la olla para ver que estaban cocinando y al ver los ojos enormes del pobre chivo, gritó: -“Papá! El puchero me mira..!”

--- Saquelés nomás, Don Urra!

SAQUELÉS NOMÁS,
DON URRA!
CONTABA MI SUEGRO que una mañana de las tantas en que andaba por alguno de aquéllos parajes casi perdidos en las estribaciones de la cordillera de Neuquén, pasó a caballo frente a la plaza de un pueblo junto a otro gendarme de apellido Picaso. En ese momento había allí un alboroto inusual, porque estaba recién llegado Don Urra, fotógrafo ambulante, lo cual significaba todo un acontecimiento.
Para comprender esto hay que ubicarse en el tiempo y en el lugar. Hace cincuenta o sesenta años, al pie de la cordillera neuquina y a más de dos mil kilómetros de Buenos Aires, casi nadie tenía cámara fotográfica. Además en esos parajes tampoco era frecuente que alguien supiese tomar fotografías y menos aún había alguien al que se le ocurriese instalar una casa de fotografía.
Por tal razón, todo aquél que necesitaba tomarse una fotografía para sacar documento nuevo, o para renovar algún documento deteriorado o vencido, e inclusive como recuerdo de nacimientos, bautismos y casamientos(1), si no podía viajar hasta Chos Malal o hasta Zapala, esperaba la pasada de Don Urra. Para ello generalmente la gente de la zona tenía tiempo y paciencia suficientes.
En ese momento Don Urra ya tenía aprontado lo necesario(2), que era muy poco más que una cámara de aquellas de madera, con trípode, cubiertas por un gran paño negro(3) que servía para no velar las placas después del enfoque, cuando debía reemplazarse la placa de vidrio esmerilado usada para enfocar, por la placa de vidrio emulsionada que oficiaba de negativo. Además el mismo paño oficiaba de cuarto oscuro, ya que bajo este se revelaba ese negativo y se hacían las copias correspondientes.
Al pasar mi suegro y Picaso, viejos conocidos de Don Urra, vieron que este discutía con unas muchachas lugareñas, quienes muy probablemente quisieran sacarse alguna fotografía y no les alcanzaba el dinero, o directamente no lo tenían. Picaso captó al vuelo la situación y sin frenar el tranco del caballo, gritó:

- “ Saquelés nomás Don Urra, saquelés!!”

Don Urra los miró, porque no los había visto llegar, tdio señales de entender, los saludó con un ademán y se puso a trabajar. Al rato los dos gendarmes, que no se habían retirado sino lo suficiente como para ver discretamente como seguía la cosa, vieron que las muchachas se iban muy contentas con sus fotografías.
Llegado el final de la tarde, cuando la falta de luz natural ponía término a la tarea diaria de Don Urra, este se llegó hasta el destacamento de Gendarmería que estaba en las inmediaciones del pueblo. Lo buscó a Picaso y cuando lo encontró junto a otros gendarmes, entre respetuoso y cómplice le dijo:

- “...Don Picaso…este…hum…ya está hecho el trabajito!!

- “Qué trabajito, Don Urra?” preguntó Picaso, haciéndose el sorprendido.

- “…El trabajito de las fotografías, Don Picaso”, respondió el fotógrafo.

- “Cuáles fotografías, Don Urra?”, volvió a preguntar Picaso entre las risas contenidas de los otros que ya estaban enterados del asunto.

Y al pobre Don Urra, quien no conocía que relación podría existir entre Picaso y esas muchachas y no quería dejarlo mal parado en público, le costaba hacerse entender. Le dio vueltas a la cosa, hasta que al final no tuvo más remedio que largar prenda:

- “…Este…hum…las que les saqué a esas muchachas esta mañana, Don Picaso.”

A lo que Picaso respondió, haciéndose el asombrado:

- “…Y yo que tengo que ver, Don Urra…!?”

- “…Pero usted no me dijo que les saque!?”, preguntó Don Urra, asombrado en serio, aunque maliciando ya una jugarreta de Picaso, quien le respondió:

- “Ah, si, claro, Don Urra. Como no le voy a decir que les saque, si a eso vino usted al pueblo, a sacar fotos! Y al peluquero le digo que corte el pelo y al bolichero le digo que venda caña! Pero no veo porqué voy a tener yo que andar pagando todo lo que hace o precisa la gente! No me faltaba más que eso, Don Urra!”

Y el pobre Don Urra, entendiendo tarde que había caído de nuevo en otra de las picardías similares a las que había caído tantas veces y en las que tantas más caería, se fue a esperar el sol del nuevo día para seguir “robándole el alma”(4) a la gente.
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(1) Que estos también eran acontecimientos casi tan esperados como la llegada de Don Urra, porque solo podían hacerse cuando por el lugar pasaba un cura que, al igual que Don Urra, deambulaba por los poblados dispersos de la cordillera llevando ayuda espiritual y de la otra y repartiendo sacramentos “a domicilio.”
(2) Contaba mi suegro que el sistema de Don Urra era tan precario, que para satisfacer a quienes necesitaban fotografías de medio cuerpo, los metía en un pozo, para que al fotografiado no se le viesen las piernas!
(3) Según mi suegro, Don Urra era blanco de mil “diabluras”, una de las cuales consistía en que algún pícaro lugareño lo distrajera con la charla, mientras otro le espolvoreaba pimienta bajo el paño negro.
(4) Cuando llegaron las primeras cámaras fotográficas a muchos lugares del mundo habitado por nativos, éstos se negaban a retratarse, en la creencia de que la fotografía era su espíritu, que había sido robado por medio de ese aparato desconocido. Esa creencia también fue común hasta bien avanzado el siglo 20 entre muchos nativos de Argentina.