viernes, 13 de agosto de 2010

--- Quiñiñir y los quesos

QUIÑIÑIR Y LOS QUESOS
CONTABA MI SUEGRO otra pequeña historia, también ocurrida en la provincia de Neuquén, pero no en Las Lajas, sino en Cohihueco. Para el caso es lo mismo, porque las historias de pobres, cómicas o trágicas, son casi un calco en cualquier lugar en el que ocurran. Aunque siempre hace falta un ojo atento y una mente lúcida para que no desaparezcan junto con los actores.
Y casualmente por allí andaba el ojo largo de mi suegro, atento a todo lo que podía ser historia, a la sazón en un almacén de ramos generales donde también se despachaba bebida, como en todo almacén de campo de aquélla época. Me parece ver ese boliche, porque podría decirse que quien vio uno, los vio todos. Con el infaltable mueble que abajo tenía cajones con puertas-bisagra horizontales, debajo de las cuales se guardaban las bolsas de la mercadería que se vendía al menudeo: yerba, azúcar, porotos, arroz, sal gruesa. Hacia arriba y hasta el techo seguían estanterías de madera llenas de todo lo que podía ser imprescindible en esas zonas.
Un sector de las estanterías estaba atestado de botellas de bebidas alcohólicas. Ginebra Bols y Llave; caña Pecho Colorado; caña Mariposa; grappa Valle Viejo; Hesperidina; Fernet Branca; Cinzano (estas dos últimas seguramente también adornando el frente del boliche en sendas placas metálicas esmaltadas, de las que por allí quedan algunas que todavía no han sido sacadas, en los antiguos boliches de muchos pueblos abandonados).
En otro sector, la estantería interminable estaba atestada de lámparas a kerosén, faroles a kerosén tipo “petromax”, pilas de linterna, cartuchos de escopeta, aperos para caballos de montar y de tiro, lazos, cuchillos, piedras de afilar, herramientas de mano y un sinnúmero de otras cosas para satisfacer las necesidades de la población rural.
Y si el negocio era un “ramos generales” con todas las de la ley, como el de Cecilio Espinoza en Las Lajas, hacia la otra punta, lo más lejos posible del despacho de bebidas y si es posible perdido en un recodo del salón, tenía tienda y mercería con cortes de género, blanco, botonería y todo lo necesario para que las mujeres de la casa se amañaran en la confección y el arreglo de prendas. Esta punta era ya literalmente un “reservado para señoras” y era atendido por la patrona de la casa.
El piso no podía ser de otra cosa que de tablas de pinotea gastadas por el pisoteo y las barridas. Y sobre el piso, formando una barrera entre el público y el espacio exclusivo del dueño de casa, estaba el mostrador. Seguramente largo, de madera oscurecida por el tiempo, por los roces y por el derrame de tantas copas; con alguna caramelera y alguna campana de vidrio para proteger algún queso cortado, fiambres y pasteles hechos por la patrona o por alguna allegada a la casa.
En el caso de esta historia y junto a otro montón de mercaderías en exhibición, arriba del mostrador había una especie de pirámide de quesos bien redondos, como de dos kilos, junto a otra estructura arquitectónica por el estilo, pero formada por cajoncitos de dulce de membrillo. Seguramente mi suegro no andaría por el lado de la mercería sino “para la otra punta”, confraternizando con el bolichero con una ginebra o algo por el estilo de por medio. En eso estarían, cuando entró al boliche un tal Quiñiñir, cubierto por lo que quedaba de un poncho que a lo mejor en su momento fue un buen Castilla, pero que ya atajaba bien poco.
Quiñiñir era un lugareño muy conocido por sus miserias y por sus mañas para sobrevivir a cualquier precio. No bien entró este, mi suegro vio que su mirada se clavó un instante en el montón de quesos y ya adivinó que por allí iba a aparecer la historia. El bolichero pasó a atenderlo enseguida, porque siempre ocurre que a quien tiene más miseria, más pronto se lo quieren sacar de encima, como a la ropa con piojos.

- “Qué andás precisando, vos!” probablemente le habrá preguntado, medio como prepeándolo, y recalcando un “vos” que no dejaba duda de la superioridad de quien lo pronunciaba.

Quiñiñir, de las tantas cosas que seguramente precisaba, también seguramente no podía comprar ni la más elemental, pero ya los quesos habían pasado a convertirse en su necesidad imperiosa del momento. Comenzó a hablar vaguedades casi guturalmente, como hablando para adentro, al mejor estilo de los lugareños que hablan frente a alguien a quien le tienen respeto o miedo. Hasta que señaló algo en la estantería a espaldas del bolichero.
Este se dio vuelta, avanzó hacia la estantería y Quiñiñir, rápido como un chicotazo de látigo, sacó una mano de abajo del poncho, manoteó un queso y lo trajo hacia sí con la misma velocidad. Pero la redondez del queso y la inercia de un movimiento tan rápido lo traicionaron. Así como vino el queso bajo el poncho, con la misma velocidad siguió de largo escapando de la mano de Quiñiñir y cayendo al piso de madera, donde dio un par de saltos y siguió rodando hacia la puerta.
El bolichero se dio vuelta al ruido que hizo el primer rebote del queso, aunque no entendió bien que pasaba. Quiñiñir se quedó duro y sin saber como reaccionar, porque en ese instante tampoco sabía si el bolichero ya entendía de qué se trataba. Improvisó una excusa casi como entregándose, al decir, comiéndose las eses:

- “Que le pasa a ete queso..!” 

Y antes de que el bolichero entendiera lo que pasaba, mi suegro le salvó la situación a Quiñiñir diciéndole:

- “Andá, metele, que se te va el caballo.”

Y mientras mi suegro alzaba el queso y lo ponía sobre el mostrador, comentando con el bolichero sobre la redondez de los quesos, vieron que Quiñiñir ya afuera, se ponía a revisar las alforjas de un caballo que estaba atado al palenque. Allí encontró una botella, la sacó y con otro compinche que se había quedado afuera, se perdieron en un pajonal vecino.
Todavía estaban comentando el caso con el bolichero pensando que sería una botella de bebida alcohólica, cuando apareció el dueño del caballo y encontró las alforjas abiertas. Mi suegro y el bolichero le explicaron quienes las habían abierto y que como solo sacaron una botella que seguramente los tendría tranquilos por varias horas, no les dijeron nada. Allí se vinieron a enterar que la botella estaba llena de saguaypicida puro, que puede ser muy tóxico.
Entonces los buscaron a ambos sin éxito por el pajonal.
Algunos días más tarde, cuando aún el tema daba para conversaciones, reapareció Quiñiñir sin aparentar ningún malestar. Apurándolo un poco, confesó que a la botella que había sacado de las alforjas se la habían tomado toda en un rato. Seguramente a partir de allí estos dos podrían tomar agua del pantano más infestado, que por el resto de sus vidas no iban a tener saguaypés en el hígado (...si es que algún día llegaban a tomar agua y si es que tenían hígado...!)
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