viernes, 13 de agosto de 2010

MIS DIEZ CUCARACHAS

Diagonal Sur, Ciudad Buenos Aires, Argentina.Image via Wikipedia
Esquina de Buenos Aires
MIS DIEZ CUCARACHAS
Tirado en la cama espero que se enfríe un té y pienso en cosas que no salen como sería de desear. Me envuelven los sonidos del edificio, los que se me antojan los de un ser con vida propia. Las carcajadas destempladas de la mujer de abajo, festejando a gritos las gansadas del televisor. Debo esforzarme para hacer coincidir esas carcajadas, por lo desagradables, con la agradable y casi ímida presencia de quien las utiliza para expresarse. La misma mujer que cada vez que nos cruzamos en el palier, mira hacia el piso y saluda como con vergüenza.
La voz de criatura acongojada, casi a punto de soltar el llanto, con la que la vieja de al lado atiende el teléfono que suena a cada rato. Otro teléfono que nunca ubico bien, sonando quince o veinte veces en cada ocasión, treinta o más veces por día. Y en cualquier momento comenzará a funcionar la bomba de agua ubicada en el sótano, haciendo temblar todo el edificio en algún armónico de frecuencia por el que transitan sus giros al arrancar y al detenerse. Su rítmico ronroneo en resonancia es como el peristaltismo de este viejo animal de cemento y mampostería de la calle Mario Bravo, en el que habito desde hace tiempo.
Es notable. En todo este tiempo nunca vi una cucaracha en el edificio. Viviendo en edificios más modernos he debido confraternizar con esos blátidos para no ser vencido en lucha desigual. En una oportunidad, tuve que apelar a conocimientos de ecología y fundamentalmente a una buena dosis de sentido común, para no ser desalojado por ellas del departamento que habité antes que este. Allí nunca ví una cucaracha menor a una pulgada de largo y desde el inicio comencé a liquidar entre ocho y doce cucarachas diarias.
Recuerdo mis entradas al baño: con una ojota en la mano izquierda, prendía la luz con la otra mano y el piso parecía moverse mientras las cucarachas buscaban refugio al amparo de las sombras, junto al zócalo. Más de una vez alguna buscó guarida bajo el arco de alguno de mis pies descalzos. A esas les daba otra oportunidad. Las apresaba con una leve presión del pie, por asco a reventarlas, las tomaba por las antenas y las echaba al inodoro, regalándoles un “surf” cloacal.
 Luego de casi dos meses de combate, con un promedio diario de unas diez cucarachas muertas, caí en la cuenta de que todas las noches me encontraba más o menos con la misma cantidad de cucarachas en el departamento. Por allí pasaba el quid de la cuestión! Con sus escasos veinte metros cuadrados, o poco más, este departamento era un hábitat capaz de albergar esa cantidad de cucarachas y ni una sola más! Pero la presión de estas en el ecosistema del edificio y de la misma ciudad de Buenos Aires era enorme. Y al matar diez cucarachas diarias, inmediatamente venían otras diez a cubrir el nicho vacante. Seguir matando cucarachas era como pretender un final finito para el cuento de la buena pipa!
Entonces recordé algo que me había contado un científico suizo, Henry Bader, respecto a que las moscas se desplazan en el aire, de modo similar a las moléculas de un gas, en un mecanismo que también podría llamarse difusión, como el de las moléculas gaseosas. Siempre mantienen una determinada distancia entre sí y cuando se saca una mosca, otra mosca llega casi  instantáneamente a ocupar el lugar vacante.
Con las cucarachas pasaba lo mismo. Pero lo desagradable del caso era que las nuevas cucarachas entraban por la rejilla del piso del baño y venían desde la descarga sanitaria del edificio, trayendo a mi departamento la mugre de los vecinos. La conclusión entonces era obvia: al matar yo diez cucarachas diarias, mi departamento se convertía en un succionador ecológico de cucarachas, debido al potencial negativo que se establecía en éste, con respecto al resto del edificio. Y con ellas, además estaba trayendo todo tipo de mugre extraña!!
Como no soy partidario de la guerra química ni siquiera para exterminar insectos y mucho menos cucarachas, dado el alto poder tóxico y el efecto residual de los cucarachicidas, apelé al sentido común y opté por una solución de compromiso. Era imposible librarse de cucarachas mientras el edificio y la ciudad estuviesen infestados de ellos. Entonces decidí convivir con diez cucarachas, pero tratando de que fuesen siempre las mismas.
Dejé de perseguirlas y comencé a ponerles comida: migas de pan y azúcar en tapitas de gaseosas. En pocos días comenzamos a tolerarnos mutuamente, yo por razonamiento y ellas por hábito. A la semana y creo que por razonamiento, ellas aparecían cuando yo encendía las luces, e iban a ver cual era su vianda. Mientras tanto yo debía prestar especial atención para no pisarlas involuntariamente.
Con ello logré al menos que esas diez cucarachas fuesen siempre las mismas. Mis diez cucarachas, revolviendo solamente mi mugre; la que si bien no es menos mugre que la de los otros, me da menos repulsión porque le conozco el pedigrí. De todos modos eso no era un romance. Tampoco lo podría definir como parasitismo, aunque estaba más cerca de esto que de un mutualismo. Así es que ni bien tuve oportunidad, me fui a vivir lo más lejos que pude de ese edificio. Me escapé de las cucarachas, aunque lo que vino luego no les fue en zaga. Pero esa ya es otra historia.
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