viernes, 13 de agosto de 2010

--- Alfredo Cerda, guardahilos

ALFREDO CERDA, GUARDAHILOS
CONTABA MI SUEGRO que Alfredo Cerda era un empleado del correo de Las Lajas, en la época en que el correo era una institución nacional y tenía el nombre de Correos y Telégrafos. Nombre que mucho después, durante la época de Martínez de Hoz, pasó a llamarse Empresa Nacional de Correos y Telégrafos y a ser conocida por sus siglas: ENCOTEL.
Alfredo Cerda no era un empleado cualquiera, de esos que repartían cartas por el pueblo, o de los ue vendían estampillas atrás del mostrador. No señor! Bueno, a veces si estaba detrás del mostrador vendiendo estampillas y más de una vez también repartió cartas; pero obligado por el jefe, quien no respetaba su jerarquía de guardahilos.
Porque Alfredo Cerda era el guardahilos de la zona y de él, de su habilidad y de su disposición, dependía la comunicación o la incomunicación del pueblo. No nos olvidemos que hasta avanzada la década de 1970, la mayoría de las comunicaciones del país dependían del teléfono y del telégrafo por cable.
Cada vez que se cortaba la comunicación telegráfica entre las Lajas y Zapala, o desde Las Lajas hacia otros destinos aún más alejados todavía, ¿quién, sino Alfredo Cerda salía de raje en su caballito, bajo cualquier condición climática, a buscar la rotura de los alambres y a empalmarlos como solo el sabía hacerlo? Porque luego el alambre podía romperse en cualquier parte, menos en un empalme hecho por Alfredo Cerda.
Por eso no le gustaba su jefe. ¿Qué era eso de mandarlo a vender estampillas justo a el; al guardahilos? ¿Sabría este jefe de tal por cual, venido andá a saber de dónde, que Alfredo Cerda llegó a pasarse días enteros recorriendo la línea en pleno invierno de 1.960, cuando la cantidad de terremotos que devastaron Valparaíso y la costa sur de Chile, cortaba la línea a cada rato?
Qué iba a saber este recién llegado! Pero bueno, habría que aguantarlo hasta que pidiera el traslado. Porque éstos se acobardan enseguida, al primer invierno ya rajan para el norte, mientras el seguiría a pie firme, con su gorra calada hasta las orejas, recorriendo la línea bajo nevadas atroces y bajo soles abrasadores! Sabrá el jefe las veces que regresó de “la línea” azul de frío y con un dolor de oídos insoportable que solo el y su mujer “la Julia”, sabían como se le curaba!(1)
Todo eso y mucho más se despachó Cerda con su voz rapidita en el boliche de Juan Haddad, embalado del todo por un par de cañas convidadas y por una hábil “tirada de lengua” de los presentes; entre ellos, un viajante de comercio que circunstancialmente mataba allí su tiempo libre. Después que  no le quedaba más por decir contra su jefe, Juan Haddad señaló algo que había sobre el mostrador y le preguntó:

- “Sabés que es eso?”

Y no sabía. Pero lo que había sobre el mostrador era nada más y nada menos que un grabador de cinta abierta: el primer Geloso que aparecía por Las Lajas! Cuando a Cerda le explicaron que en ese aparatito traído por el viajante, había quedado grabado todo lo que el había disparado contra su jefe, no lo pudo creer. Pero al escucharlo, se tuvo que rendir ante la evidencia.

- “¿Y ahora que va a pasar? Se puede borrar eso?”, preguntó con voz vacilante.

- “Mirá, creo que no”, le dijo Juan Haddad y agregó:

- “El problema serio va a aparecer cuando lo escuche tu jefe. Mirá que sos lengua larga, vos, eh?!”, terminó retándolo. Y como para asustarlo un poco más, agregó:

- “¿No viste que yo te hacía señas para que te callaras?” Lo cual era mentira, pero lograba el efecto deseado.

Cerda, ya pálido desde hacía un rato, no decía más nada; no fuese cosa de que lo siguiesen grabando. Encima sabía que el jefe de correos aparecía seguido por lo de Juan Haddad y no seríaextraño que se enterase por charlas, o que directamente le hiciesen escuchar la grabación. Salió a la calle hecho un trapo. Anduvo un rato para cualquier parte y luego enderezó para la casa de mi suegro, junto a cuya casa tenía él la suya. “Don Pérez” – que ese era el apellido de mi suegro – como buen amigo, gendarme y algo entendido en temas legales, lo sabría asesorar en la desgraciada circunstancia.

- “No sabe lo que me pasó, Don Pérez..! Que lo parió..! Cuanto más se vive, más se vé, Don Pérez..!”

Eso fue lo primero que le dijo a mi suegro, casi sollozando (…porque una cosa era mantener “la línea” funcionando bajo cualquier circunstancia, hasta con veinte grados bajo cero, para lo cual Cerda era muy hombre y otra cosa era hacer frente a estas cosas casi de brujería, para lo cual era casi una criatura!)

- “Y… yo veía que arriba del mostrador daba vueltas un aparatito, pero que me iba a imaginar eso, Don Pérez!”, seguía lamentándose Cerda, luego de contarle toda la historia a mi suegro. Y seguía:

- “¿Me podrán echar por eso, Don Pérez…? Yo llevo más de 20 años en el correo y nunca tuve ni un problema. Mire que venir a meter la pata de esa manera! Pero usted vio como son esas cosas, Don Pérez… uno empieza a hablar y se embala…pero quién iba a imaginarse, Don Pérez…!” 

Y Cerda seguía su letanía con la voz cada vez más rápida y aflautada, mientras mi suegro lo dejaba hablar y estiraba un poco más la cosa, para disfrutar un poco la joda en la que él, cosa extraña, no había estado presente. Sabía de sobra que era una broma y que aquellos no iban a mandar al frente a este pobre infeliz. Pero por la desesperación de sus palabras, hasta cabía la posibilidad de que el mismo Cerda fuese a disculparse de antemano con su jefe, vendiéndose solo. Así es que mi suegro le dijo:

- “Mirá, voy a ver que puedo hacer!” y agregó: “No te movás de acá, Sabés? No hablés de esto con nadie y menos con tu mujer! Entendés?” Porque bien sabía mi suegro que decírselo a “la Julia” era como gritarlo en la plaza del pueblo.

Y hacia el boliche de Juan Haddad salió mi suegro que le hervían los talones, apurado por conocer el aparatito y por escuchar las barbaridades que le habían grabado al pobre Cerda. Y allí se estuvieron hasta el oscurecer, dándole para adelante y para atrás al Geloso. Tanto para reírse como chicos con la voz de Cerda, que en el grabador parecía más rápida y más finita que en persona, como para asombrarse del primer grabador que tenían ante sus ojos. Y a decir verdad, coincidieron en que lo que le pasó a Cerda le hubiese podido pasar a cualquiera de ellos!
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(1) Para esos dolores de oído, la “farmacopea” popular solía aconsejar el vertido en el oído, de orines humanos recién hechos y aún calientes (“frescos”). Quizá fuese por la temperatura que eso calmaba el dolor. Lo cierto es que mi suegro más de una vez presenció la llegada de Cerda desde línea con tanto dolor de oídos, que antes de entrar a la casa y mientras desensillaba el caballito, le gritaba a “la Julia” que tuviera listo “el remedio.”

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