viernes, 13 de agosto de 2010

--- Saquelés nomás, Don Urra!

SAQUELÉS NOMÁS,
DON URRA!
CONTABA MI SUEGRO que una mañana de las tantas en que andaba por alguno de aquéllos parajes casi perdidos en las estribaciones de la cordillera de Neuquén, pasó a caballo frente a la plaza de un pueblo junto a otro gendarme de apellido Picaso. En ese momento había allí un alboroto inusual, porque estaba recién llegado Don Urra, fotógrafo ambulante, lo cual significaba todo un acontecimiento.
Para comprender esto hay que ubicarse en el tiempo y en el lugar. Hace cincuenta o sesenta años, al pie de la cordillera neuquina y a más de dos mil kilómetros de Buenos Aires, casi nadie tenía cámara fotográfica. Además en esos parajes tampoco era frecuente que alguien supiese tomar fotografías y menos aún había alguien al que se le ocurriese instalar una casa de fotografía.
Por tal razón, todo aquél que necesitaba tomarse una fotografía para sacar documento nuevo, o para renovar algún documento deteriorado o vencido, e inclusive como recuerdo de nacimientos, bautismos y casamientos(1), si no podía viajar hasta Chos Malal o hasta Zapala, esperaba la pasada de Don Urra. Para ello generalmente la gente de la zona tenía tiempo y paciencia suficientes.
En ese momento Don Urra ya tenía aprontado lo necesario(2), que era muy poco más que una cámara de aquellas de madera, con trípode, cubiertas por un gran paño negro(3) que servía para no velar las placas después del enfoque, cuando debía reemplazarse la placa de vidrio esmerilado usada para enfocar, por la placa de vidrio emulsionada que oficiaba de negativo. Además el mismo paño oficiaba de cuarto oscuro, ya que bajo este se revelaba ese negativo y se hacían las copias correspondientes.
Al pasar mi suegro y Picaso, viejos conocidos de Don Urra, vieron que este discutía con unas muchachas lugareñas, quienes muy probablemente quisieran sacarse alguna fotografía y no les alcanzaba el dinero, o directamente no lo tenían. Picaso captó al vuelo la situación y sin frenar el tranco del caballo, gritó:

- “ Saquelés nomás Don Urra, saquelés!!”

Don Urra los miró, porque no los había visto llegar, tdio señales de entender, los saludó con un ademán y se puso a trabajar. Al rato los dos gendarmes, que no se habían retirado sino lo suficiente como para ver discretamente como seguía la cosa, vieron que las muchachas se iban muy contentas con sus fotografías.
Llegado el final de la tarde, cuando la falta de luz natural ponía término a la tarea diaria de Don Urra, este se llegó hasta el destacamento de Gendarmería que estaba en las inmediaciones del pueblo. Lo buscó a Picaso y cuando lo encontró junto a otros gendarmes, entre respetuoso y cómplice le dijo:

- “...Don Picaso…este…hum…ya está hecho el trabajito!!

- “Qué trabajito, Don Urra?” preguntó Picaso, haciéndose el sorprendido.

- “…El trabajito de las fotografías, Don Picaso”, respondió el fotógrafo.

- “Cuáles fotografías, Don Urra?”, volvió a preguntar Picaso entre las risas contenidas de los otros que ya estaban enterados del asunto.

Y al pobre Don Urra, quien no conocía que relación podría existir entre Picaso y esas muchachas y no quería dejarlo mal parado en público, le costaba hacerse entender. Le dio vueltas a la cosa, hasta que al final no tuvo más remedio que largar prenda:

- “…Este…hum…las que les saqué a esas muchachas esta mañana, Don Picaso.”

A lo que Picaso respondió, haciéndose el asombrado:

- “…Y yo que tengo que ver, Don Urra…!?”

- “…Pero usted no me dijo que les saque!?”, preguntó Don Urra, asombrado en serio, aunque maliciando ya una jugarreta de Picaso, quien le respondió:

- “Ah, si, claro, Don Urra. Como no le voy a decir que les saque, si a eso vino usted al pueblo, a sacar fotos! Y al peluquero le digo que corte el pelo y al bolichero le digo que venda caña! Pero no veo porqué voy a tener yo que andar pagando todo lo que hace o precisa la gente! No me faltaba más que eso, Don Urra!”

Y el pobre Don Urra, entendiendo tarde que había caído de nuevo en otra de las picardías similares a las que había caído tantas veces y en las que tantas más caería, se fue a esperar el sol del nuevo día para seguir “robándole el alma”(4) a la gente.
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(1) Que estos también eran acontecimientos casi tan esperados como la llegada de Don Urra, porque solo podían hacerse cuando por el lugar pasaba un cura que, al igual que Don Urra, deambulaba por los poblados dispersos de la cordillera llevando ayuda espiritual y de la otra y repartiendo sacramentos “a domicilio.”
(2) Contaba mi suegro que el sistema de Don Urra era tan precario, que para satisfacer a quienes necesitaban fotografías de medio cuerpo, los metía en un pozo, para que al fotografiado no se le viesen las piernas!
(3) Según mi suegro, Don Urra era blanco de mil “diabluras”, una de las cuales consistía en que algún pícaro lugareño lo distrajera con la charla, mientras otro le espolvoreaba pimienta bajo el paño negro.
(4) Cuando llegaron las primeras cámaras fotográficas a muchos lugares del mundo habitado por nativos, éstos se negaban a retratarse, en la creencia de que la fotografía era su espíritu, que había sido robado por medio de ese aparato desconocido. Esa creencia también fue común hasta bien avanzado el siglo 20 entre muchos nativos de Argentina.

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