lunes, 30 de agosto de 2010

--- HISTORIAS DE PAPAS (6)

Television with Antenna
Viejo TV blanco y negro

HISTORIAS DE PAPAS (6)
En mérito a las bondades reales e imaginarias de las papas, sobre las que hemos comentado en cinco entradas previas, en algún momento la “sabiduría popular” de los argentinos, asignó propiedades electrónicas para las papas. Quien haya crecido con el desarrollo de la televisión en blanco y negro en nuestro país, podrá recordar que esos televisores solían venir provistos de fábrica con una pequeña antena muy simple que servía par captar emisoras locales y que constaba de una base pesada y un par de antenitas metálicas cruzadas sobre la misma. Esta se colocaba sobre el televisor y debía ir orientándose hasta que la imagen aparecía más o menos entendible.
Cuando esas antenas se rompían, o desaparecían, o simplemente caían en la desgracia de que la captación de la señal disminuía, por cualquier causa, comúnmente eran reemplazadas por un par de agujas metálicas de tejer lana, atravesadas pinchando una papa que se ponía arriba del televisor, se conectaba a la entrada de la antena y reemplazaba a la original. La papa simplemente oficiaba de base pesada para sostener las agujas, pero yo he escuchado a más de uno que insistía en que la papa era la que captaba la emisión. Si eso no es tenerle fe a las papas, que es...!?
Finalmente acotemos que las papas han dado lugar a otros hechos, algunos también risueños y otros no tanto, de los cuales han surgido muchos cuentos historiados como los que seguirán en las próximas entradas. A propósito, contaba mi hermano la historia de un muchachito de familia muy pobre que había sido llevado a un establecimiento rural de la zona de nuestro pueblo, para ayudar “en lo que pudiese.” Quien conozca la situación actual del campo bonaerense ya habrá caído en la cuenta de que esto tuvo que ocurrir varias décadas atrás, porque al decir de los viejos:
     
- “...el campo ya no es como antes..!”
     
Ahora son contadísimos los establecimientos rurales que tienen personal viviendo en ellos. El despoblamiento del campo argentino ha llegado a extremos tales, que no son raros los casos en que llegado el medio día, los propietarios llevan a sus empleados a comer al pueblo, a sus respectivas casas, regresándolos a la tarde y ahorrándose el darles la comida y el sueldo de un cocinero.
El avance tecnológico también contribuyó en gran medida al despoblamiento rural. La incorporación de tecnología comenzó y se sigue haciendo como quien dice “a la bartola.”  Solo se hace en función de los intereses, creencias o intenciones de los agricultores, pero sin ninguna política agrícola y  ganadera oficial. Política que entre otras cosas, contemple  una adecuada orientación para la mano de obra desocupada del campo hacia nuevas actividades productivas.
De ese modo, los ex peones de campo han ido amontonándose durante décadas en la periferia de los pueblos rurales. Quizá primero motivaron alguna ayuda genuina por parte de los gobernantes de cualquier signo político. Pero enseguida y también de todos los signos políticos, surgieron los “pícaros” que comenzaron a manejar esa ayuda a favor de  sus campañas electoralistas. Así se inició el asunto con las cajas “PAN”, allá por 1.983. Luego aparecieron los planes eufemísticamente llamados “Trabajar” (¿?); después los planes “Jefes de Hogar.” Y así estamos, quedando muy en claro a quien debe pasarse la boleta por la desculturización y automática "Tinellización" de gran parte de la población argentina.
Queda también claro entonces que la historia que contaré enseguida, proviene de otra época. De aquella en la cual dos mil hectáreas de campo daban empleo directo por lo menos a diez o quince familias y aún a muchas más en temporada de cosecha. Dicho esto sin nostalgia por aquellos tiempos, pero si con bronca por la incapacidad y la desidia de quienes se sucedieron en el el gobierno del país.
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jueves, 26 de agosto de 2010

--- HISTORIA DE PAPAS (5)

HISTORIA DE PAPAS (5)
Tango ShowImage via WikipediaAdemás de lo ya visto, con el transcurrir del tiempo y en honor a sus méritos, “papa” también pasó a ser sinónimo de cosa buena en todo el mundo y en Argentina no pudo ser menos. En el lunfardo, o argot porteño de la primera mitad del siglo 20, una mujer codiciada por su belleza era una “mina papa” y de allí pasó a ser la “papusa” del tango. También cuando alguien se refiere a un buen negocio en perspectiva, suele decir que tiene “la papa”, o “una papa.” A punto tal que en una época y en referencia a cualquier cosa buena que alguien encontrase o tuviese, solía decir:

- “acá está la papa y no en Balcarce!”, en clara referencia a la localidad de Argentina donde la papa es el cultivo más común.

Lamentablemente y como ya vimos que las cosas se suelen mezclar con frecuencia, ya sea sin intención o con ella, quienes promocionan la droga como cosa buena, también comenzaron a llamarla “papa.” Y con todo el perdón que merece la verdadera papa, “papearse” dejó de ser “hartarse comiendo papas”, para pasar a ser sinónimo de drogarse.

- “Kartoffel!” dijo como hablando consigo mismo un alemán que pasaba a mi lado, al ver a un muchachito tirado, semi inconsciente por la droga, frente a la estación de ferrocarril de Amsterdam.

- “Nein!” le retruqué yo empleando el 50% de mi vocabulario germánico, para salir en defensa de la verdadera papa y haciendo gala de mis dos cualidades más notorias: la de meterme donde no me llaman y la de llevar la contraria. El alemán me miró entre sorprendido y extrañado y yo me quedé sin palabras apenas un instante, salvándome la situación una gorda que providencialmente salía de la estación en ese momento. Se la señalé discretamente al alemán y con la universalidad cómplice de un guiño y un salvador “puente” en inglés, pude meter mi otro 50% de vocabulario germánico, diciéndole:

- “That be kartoffel!” (algo así como una versión británico-germana libre de: “…allá está la papa!”), en clara referencia al efecto nutritivo del noble tubérculo en esa mujer.

Parece que afortunadamente el tedesco me entendió al vuelo, porque asintió con la cabeza, soltó una carcajada gutural, bien bávara y ambos continuamos nuestros respectivos caminos por el mundo.

Así como esta anécdota tuvo feliz término con el golpe de efecto de un chiste corto y oportuno, la papa se prestó para otros chistes cortos que amenizan la alegría popular. Tal es el caso de ese niño que entró llorando a su casa y que la madre le preguntó que le pasaba.

- “...Y...que los otros chicos me tienen repodrido diciéndome cabezón! Todo el día me cargan! Todo el día!”

- “Eso te pasa porque vos les hacés caso, nene. Si vos sabés bien que no sos cabezón! Dejá de llorar y andá hasta la verdulería a traerme cinco kilos de papas.”


- “...Y…¿ en que los traigo?”

- “Que pregunta, nene! Como siempre, en la gorra!”

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lunes, 23 de agosto de 2010

--- HISTORIAS DE PAPAS (4)

Russet potato with sprouts. Sliced (left) and ...  Image via Wikipedia
HISTORIAS DE PAPAS (4)

Pese a su origen americano, las papas llegaron a U.S.A.  desde Europa. Más precisamente desde Irlanda, merced al asentamiento de una colonia irlandesa en Londonderry. Aunque quienes no eran irlandeses no las aceptaron así nomás, llegando incluso a decirse que acortaban la vida de quienes las comían.
Con un simple hervor o al rescoldo, aún sin sal ni aceite, el sabor de la papa bien cocida es muy agradable. Y ni falta hace recordar su valor nutritivo, con el cual fueron desapareciendo las devastadoras hambrunas que solían diezmar a la población europea antes del descubrimiento de América. De allí que automáticamente “papa” fue y sigue siendo sinónimo de comida en gran parte del mundo.
Al respecto recuerdo que durante mi niñez, desde aquélla Italia devastada por la segunda guerra mundial, un inmigrante de nombre Fiorello, llegó al establecimiento rural en el cual trabajaban mis padres. Fiorello estaba flaco como un alambre y no había comida que le alcanzara. Me quedó grabado el hecho de que durante sus primeros meses y mientras andaba engordando y trabajando solo por los corrales de la estancia, periódicamente se lo escuchaba gritar a toda voz, aunque lo que comiese fuese carne y solo carne:
    
- “Rica la papa aryentina!”

Y en el mismo orden de asimilar el vocablo “papa” a “comida” en general, también tengo presente que a muchos niños pequeños, por no decir a todos, aunque les estén dando a comer sopa, zapallo, carne o cualquier otra cosa, invariablemente les dicen:
    
- “comé la papa!”
    
Con lo cual estimo que se contribuye a cimentar la confusión de valores de la que los argentinos somos campeones mundiales. No pasa lo mismo con los loros, porque cuando Pedrito pide “la papa”, a Pedrito generalmente sí le dan papa y no le mezclan los conceptos desde chiquito. Por ello quizá sea una lástima que los loros no puedan votar en este bendito y paradójico país, que siendo una cornucopia tiene cada vez más gente pobre y hambrienta.
Regresando al tema de la papa, luego de que al menos una parte de la humanidad fue llenando su estómago, el llamado “arte culinario” pasó a inventar múltiples formas de cocinar y de presentar la ya omnipresente papa. Y del arte culinario la papa llegó al “arte en serio” de la manera más simple y bella, cuando Vincent van Gogh pintó su obra “Comedores de patatas”; quizá su cuadro más sobrecogedor para mi gusto, junto con “Nigthfall.” Tuve la fortuna de ver ambos cuadros, muy próximos entre sí, en el museo Van Gogh, allá por 1.990. Creo que quien haya tenido la oportunidad y la suerte de admirarlos, jamás podrá olvidar las caras de esos campesinos del primer cuadro, comiendo papas hervidas.
Aunque las papas también tuvieron la desgracia de caer en lo que podríamos llamar “arte en joda.” Porque, ¿...de qué otro modo podrían denominarse esas mesas llenas de papas presentadas por “no se quién”, las que bajo el einsteniano título de “Energía”, hasta fueron exhibidas en el Museo de Arte Moderno de Nueva York allá por Junio de 1.993, donde me tocó en desgracia topar con ellas sin atinar a otra cosa que a amargarme el rato? -

continúa...
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--- HISTORIA DE PAPAS (3)

Potatoes form the basis for many traditional I...Image via Wikipedia
Papas: alimento universal
HISTORIAS DE PAPAS(3)
Terminadas las historias que CONTABA MI SUEGRO, las que eran muchísimas más, pero que por no escribirlas en su momento, al querer hacerlo tardíamente muchas quedaron en el tintero, aprovecho el pie de la última historia para entrar a narrar historias vinculadas con las papas comestibles. No es un tema habitual para narraciones, pero se puede encarar con la certeza de que no faltará material para ellas.
Las papas fueron de enorme importancia en la historia de la humanidad. Quizá tanto o más de lo que lo fue el trigo. No entraré en detalles mayores respecto a la humanidad americana precolombina, porque no conozco tanto al respecto, salvo que los antiguos habitantes del altiplano y de casi toda la cordillera andina, inclusive hasta Venezuela, tenían en la papa uno de los principales componentes de su dieta. Ya fuese fresca o como “chuño” o papa deshidratada, puesto que los pueblos quechuas y aimarás, se adelantaron muchos siglos al puré instantáneo “made by U.S.A.”
Cualquier habitante del altiplano sabía que en determinadas noches (no en todas las noches, ni en cualquier noche - ya que todas no es lo mismo que cualquiera -), si las papas trituradas se exponían a una helada nocturna con características especiales y bien conocidas empíricamente, el agua constitucional de sus células formaba cristales de hielo que eran fácilmente separables de la harina. Así preparaban el “chuño”, que no era otra cosa que papa deshidratada, para tenerla presente en su dieta durante todo el año.
Si se me perdona la digresión, cuando actualmente por televisión se muestran niños desnutridos en el norte argentino, uno debe lamentarse tanto por el hecho puntual del sufrimiento de ese niño, como por la enorme pérdida de la hermosa y fecunda cultura de pueblos como quechua y aimarás, a punto tal de haber olvidado como alimentar a sus hijos. Esos pueblos llevaban la agricultura en sus genes y legaron al mundo nada menos que la papa, el zapallo, el maíz, múltiples variedades de porotos, la quínoa y la maca, entre otros. Pero ahora, faltos de identidad, recurren a las dádivas de los gobiernos de turno, los que en definitiva fueron quienes favorecieron de mil maneras truculentas esa pérdida de identidad. Y cada vez que caigo en estos análisis, recuerdo con emoción los últimos versos de la “Milonga del Solitario”, de Atahualpa Yupanqui, cuando termina diciendo:
     
“…desprecio la caridad
por la vergüenza que encierra.
Soy como el león de la sierra,
vivo y muero en soledad!”

Porque me animaría a decir que junto con la pérdida de identidad, la vergüenza de esa pobre gente quedó hecha jirones por el camino. Pero no nos alejemos de las papas y recordemos que al ser estas llevadas a Europa desde América, salvo en Irlanda, donde fueron apreciadas enseguida, en el resto del continente costó mucho introducirlas en la dieta popular. A punto tal que un rey europeo (creo que fue uno de los tantos Luises paridos en Francia) hizo gala de un gran conocimiento psicológico de sus súbditos: Hizo sembrar un predio de papas como algo muy privado y secreto y decretando “pena de muerte” para quien robase alguna papa de allí. Como era de esperar, en poco tiempo en el predio no quedó una sola papa y de ese modo esta se introdujo en la cocina popular francesa primero, y luego en la europea.
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martes, 17 de agosto de 2010

--- HISTORIAS DE PAPAS (2)

The Inca developed hundreds of varieties of po...Image via Wikipedia
papas del Perú
HISTORIAS DE PAPAS(2)
Según CONTABA MI SUEGRO, el muchacho de esta historia que comencé a narrar ayer, se había esmerado "tirando la maleta" con tanto esfuerzo como el que más. Lo cual para un primerizo no solo de la juntada de papas, sino del trabajo, era toda una proeza en si misma. Así llegó el día de pago de la primera quincena; cobraron y entre otras cosas llegó la noche y se armó la timba(1) en un galpón que había en el lugar. El galpón  era nuevo y estaba hecho casi en el tope de una loma. Tenía un portón al nivel del suelo en un extremo. Y el otro extremo tenía otro portón; pero debido a la pendiente de la loma, desde el borde del portón hasta el suelo había un desnivel de cerca de un metro. Desnivel que aún no había sido rellenado con tierra y era bastante pronunciado, aún para subirlo o bajarlo caminando.
Mi suegro y su compañero entraron al galpón medio encandilados por la luz de un farol a kerosén tipo "petromax." Allí, arriba de una frazada puesta sobre un par de tablones ya estaban dando vueltas dos dados, o “cachos”, como suele llamárselos. El amigo de mi suegro parece que había sido habitué en estas lides, porque enseguida se puso a jugar a los dados con pasión. Pero en el “pase inglés”, como en cualquier timba, la peor compañera es la pasión; allí solo la mente fría puede ayudar algo (aunque más no sea, ayudar a retirarse a tiempo).
Así las cosas, este amigo comenzó a perder y a perder, hasta que llegó el inevitable momento de jugarse la última moneda de la quincena y quedar seco. Lamentablemente el timbero(2) solo reacciona cuando es tarde; o sea cuando ya perdió hasta el último centavo. Como agravante, la reacción de este amigo fue violenta. Alegando que le habían hecho trampas, buscó pelea y la encontró enseguida. Contaba mi suegro que también en esta circunstancia su reciente amigo reaccionó tardíamente, porque recién intentó la retirada cuando ya había recibido una paliza respetable.
Y hasta en la retirada le fue mal, porque salió disparando del galpón con su rival de ocasión corriéndolo por detrás. Pero en lugar de encarar hacia el portón que estaba a nivel con el suelo, en el apuro encaró hacia el otro, el del gran desnivel. Al salir del marco iluminado por la luz del farol, dio su segundo paso en la más completa oscuridad y en el aire, porque por ese lado la pendiente era muy pronunciada.
No hay nada peor que dar un paso en el aire y al oscuro, mientras uno va corriendo con alguien pisándole los talones! El próximo paso es prácticamente imposible de detener y  también va a parar al aire, con lo cual quien corre queda literalmente como suspendido un momento, para caer con todo el envión de la carrera. En ese instante, mientras se perdía en la fatal oscuridad de la noche,  CONTABA MI SUEGRO que oyó gritar a su amigo, casi resignado:
     
- “Lo único que falta es que me quiebre, carajo!!”(3)
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(1) Timba es el nombre dado en Argentina a los juegos de azar, cuando se hacen por dinero.
(2) Persona apaionada por los juegos de azar.
(3) Y no era para menos, porque entre la lista de sus “desgracias inmediatas” podía contar unas cuantas:
a) Por primera vez en su vida había trabajado y nada menos que “tirando la maleta” en la juntada de papas;
b) Había perdido la quincena en un rato de timba;
c) Le habían dado una paliza hasta hacerlo disparar;
d) Para remate, en plena disparada se estaba cayendo al oscuro, sin siquiera saber adonde iría a parar y que huesos se estaba por romper!
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lunes, 16 de agosto de 2010

--- HISTORIAS DE PAPAS (1)

Potatoes grown in DiengImage via Wikipedia
HISTORIAS DE PAPAS
Entre las tantas historias que CONTABA MI SUEGRO y que ya narré aquí, hay una anécdota de su juventud, de antes de entrar a Gendarmería Nacional, cuando al irse de su  casa en el alto valle del río Negro a vagabundear, o a “rodar tierras”, como también solía decirse, sin saber cómo ni porqué, un día llegó a Balcarce en la temporada de la cosecha de papas. Con esta historia termino de contar lo que hasta ahora escribí de lo que entre mate y mate (y también, por qué no decirlo, entre vino y vino..!) me contaba mi suegro.  Y el tema de la misma me dará pie para entrar a otras historias no menos interesantes, en su mayoría graciosas, aunque siempre con "algo más" para pensar, y que narraré a partir de esta historia. O sea que esta podría ser la última historia de las que CONTABA MI SUEGRO, aunque también será la primera de mis HISTORIAS DE PAPAS.
La cosecha de papas, tanto en los tiempos en que mi suegro era joven (y estoy hablando quizá de fines de la década de 1930,  unos setenta u ochenta años atrás), como ahora, no es cosa fácil. Tanto a la cosecha de papas como a la cosecha de maíz de aquéllos tiempos, se la denominaba “tirar la maleta.” Desde hace años, el maíz ya no se cosecha a mano, sino que se lo hace con las modernas cosechadoras automotrices.
Pero antes, al igual que la papa antes y ahora, al maíz se lo cosechaba a mano. Cada cosechero avanzaba por el surco entre dos filas de maíz, con una gran bolsa de lona, o “maleta”, que colgada de su cuello por una especie de manija, le pasaba entre sus piernas y venía a la rastra detrás de el. El cosechero iba cortando a mano y de ambas filas, los choclos secos o mazorcas y los mandaba dentro de la maleta. Esta obviamente era cada vez más pesada y arrastrarla en esas condiciones era prácticamente un castigo.
Al llegar al final de cada surco, o si los surcos eran muy largos, allí donde las maletas se tornaban tan pesadas que era imposible arrastrarlas, se las vaciaba formando una troja o montón de mazorcas, las que luego eran recogidas por un rastrín tirado por caballos y eran llevadas a las trojas (o trojes) principales. En el caso de la papa, por más de un motivo el trabajo era aún más penoso: la juntada de maíz se hacía con el cuerpo erguido, mientras que la papa era y es juntada desde el suelo y se trabaja casi continuamente agachado doce o catorce horas.
Además en la juntada de maíz se pisaba suelo relativamente firme, mientras que en la papa se pisaba y se pisa tierra suelta, ya que las papas primero deben ser removidas del suelo donde crecieron, mediante una máquina especial que las remueve junto con la tierra. Por lo tanto, “tirar la maleta” pisando tierra suelta y a su vez con la maleta arrastrándose por la misma tierra suelta, es ya un castigo medioeval. Y por último, es infinitamente más sucio el trabajo de juntada de papa, que el de maíz.
Palabras aparte merece el resto de la vida del juntador de papas; y no ya la del de hace setenta años, sino la del actual. En los momentos en que no está sufriendo agachado en el campo, el juntador de papas vive literalmente tirado en un campamento ambulante que es llevado de un campo a otro, a medida que la papa necesita ser juntada. Raramente se le facilitan casillas rodantes, u otro tipo de habitación. En el mejor de los casos, si en el campo sembrado existe algún galpón abandonado, los cosecheros podrán habitar allí. Aunque es más que frecuente que lo hagan bajo algún reparo preparado con chapas de cinc apoyadas contra algún tronco de árbol, o contra los alambrados. Allí comen, descansan (es una manera de decir..!) y hasta duermen. Muchas veces habiéndose lavado en la precariedad de un tacho lleno de agua provista por algún tanque sobre ruedas, o por algún tambor.
Generalmente esos cosecheros tienen un jornal que comparado con los jornales normales pagados en el campo argentino, son  superiores. Aunque es tan compleja su situación social, que cuesta discernir si eso es bueno, o si es malo. Porque quienes van a hacer ese trabajo son personas muy simples. Con ese jornal en la mano y con todo el embrutecimiento de su trabajo, generalmente son incapaces de guardar nada y las ocasiones de quedarse sin dinero van a buscarlos hasta el propio campamento.
En primer lugar, son abastecidos de los elementos indispensables para comida y demás, por alguien del pueblo más cercano, quien acuerda tal actividad con el dueño de la plantación. Esa misma persona, que es enterada de antemano cuando se cobrarán las quincenas, muchas veces se encarga de aparecerse a cobrar acompañado por algunas prostitutas que, sin hacer juicio de valor en cuanto a su actividad, llegan al campamento alegrando un poco la vida de los cosecheros, pero ayudando a que esa distracción y “revaloración de su hombría” les cueste bien caro.
Finalmente suelen ser infaltables las timbas que algún vivo organiza en la noche del día de pago. Timbas en las cuales muchos de los cosecheros pierden lo poco que les quedó luego de pagar los víveres y “un cacho de ternura.” Y en esto se centra la historia contada por mi suegro. Allá por el campo de Balcarce adonde fue “a rebotar” (como el gustaba decir), entre tantos cosecheros hizo migas con un muchacho que andaba en las mismas que él. Recién ido de su casa en busca de horizontes propios y empezando a trabajar por primera vez. Porque parecía ser que en sus veintitantos años, ese muchacho nunca había probado trabajar y ese había sido uno de los motivos por los cuales en la casa le habían cortado los víveres. En la próxima entrada les contaré como culminó esta historia, que no tiene desperdicio. Cuídense y sean felices! MAG
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domingo, 15 de agosto de 2010

--- El Comedor de Videla

EL COMEDOR DE VIDELA
CONTABA MI SUEGRO que durante algún momento de la década de 1.950, en una de sus tantas andanzas como gendarme llegó a Bajada del Agrio, siempre en la provincia de Neuquén. De entrada averiguó donde servían de comer y lo mandaron derecho a lo de un tal Videla, maestro de escuela, quien con la ayuda de su familia, daba de comer en una especie de fonda o pensión familiar que funcionaba en su misma casa.
Videla era un criollo de la zona, de cara redonda y nariz más que aguileña, “achimangada.” Bastante parco en el comedor, seguramente para no hacer resaltar ante los parroquianos, su hablar marcadamente gangoso. Pues no falta el que se mofe de quien habla así y más vale no dar lugar a ello.
La comida era sencilla, pero abundante y buena. Los pensionistas eran casi todos empleados de vialidad que andaban haciendo arreglos de caminos por la zona, más algún gendarme y algún otro de paso. Se sentaban alrededor de pocas mesas amontonadas como para que pudieran entrar en la sala de la casa, que no era muy grande.
Las mesas eran atendidas por una hija de Videla, medio pasadita ya de adolescente,la que inevitablemente atraía las miradas de los pensionistas y también más de una vez atraía alguna mano larga. Porque la muchachita debía pasar entre las mesas bastante juntas, siendo inevitable algún roce de sus “redondeces” con la espalda de alguno y eso incrementaba los suspiros y los lances.
Era seguro que la muchachita se habría quejado adentro por algún manoseo, porque Videla pasaba cada vez más tiempo en la puerta que daba a la sala, vigilante. Porque su mujer y la hija mayor a cargo ambas de la cocina, no podían abandonar el alma del negocio para atender las mesas.
Y quizá no se animase a atenderlas el mismo Videla, pensando en que no iba a faltar quien hiciese mofa de su hablar gangoso, con lo que probablemente se terminaría el negocio. El tema es que pasaban los días y tanto a la muchachita como a Videla se los notaba cada vez más alterados. Videla ya no se apartaba de la puerta del salón y la muchachita alcanzaba las cosas a las mesas, poco menos que en la punta de una caña.
Hasta que uno de esos días regresó al lugar uno de los hijos varones de Videla, llamado Josué. Ese día comenzaron a llegar los pensionistas a la hora acostumbrada, aunque les extrañó que mientras iban llegando no se observase ninguno de los movimientos habituales. Una vez que estuvieron todos presentes, en la puerta del salón aparecieron Videla y Josué. El primero, componiéndose la garganta como para llamar la atención de los presentes, dijo lo más claro que pudo:
                     
- “A cartir e la jecha, lah mehah lah atiende Hohué!”
                     
Dicho esto dio media vuelta y se mandó de raje para adentro. Pero antes de que los pensionistas alcanzasen siquiera a hilvanar algún comentario y seguro queriéndose sacar una espina clavada muy hondo y desde mucho tiempo atrás, Videla reapareció en la puerta y agregó desafiante:
                     
- “Y a er hi a Hohué tamién le tocan el ulo, araho!!”
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viernes, 13 de agosto de 2010

MIS DIEZ CUCARACHAS

Diagonal Sur, Ciudad Buenos Aires, Argentina.Image via Wikipedia
Esquina de Buenos Aires
MIS DIEZ CUCARACHAS
Tirado en la cama espero que se enfríe un té y pienso en cosas que no salen como sería de desear. Me envuelven los sonidos del edificio, los que se me antojan los de un ser con vida propia. Las carcajadas destempladas de la mujer de abajo, festejando a gritos las gansadas del televisor. Debo esforzarme para hacer coincidir esas carcajadas, por lo desagradables, con la agradable y casi ímida presencia de quien las utiliza para expresarse. La misma mujer que cada vez que nos cruzamos en el palier, mira hacia el piso y saluda como con vergüenza.
La voz de criatura acongojada, casi a punto de soltar el llanto, con la que la vieja de al lado atiende el teléfono que suena a cada rato. Otro teléfono que nunca ubico bien, sonando quince o veinte veces en cada ocasión, treinta o más veces por día. Y en cualquier momento comenzará a funcionar la bomba de agua ubicada en el sótano, haciendo temblar todo el edificio en algún armónico de frecuencia por el que transitan sus giros al arrancar y al detenerse. Su rítmico ronroneo en resonancia es como el peristaltismo de este viejo animal de cemento y mampostería de la calle Mario Bravo, en el que habito desde hace tiempo.
Es notable. En todo este tiempo nunca vi una cucaracha en el edificio. Viviendo en edificios más modernos he debido confraternizar con esos blátidos para no ser vencido en lucha desigual. En una oportunidad, tuve que apelar a conocimientos de ecología y fundamentalmente a una buena dosis de sentido común, para no ser desalojado por ellas del departamento que habité antes que este. Allí nunca ví una cucaracha menor a una pulgada de largo y desde el inicio comencé a liquidar entre ocho y doce cucarachas diarias.
Recuerdo mis entradas al baño: con una ojota en la mano izquierda, prendía la luz con la otra mano y el piso parecía moverse mientras las cucarachas buscaban refugio al amparo de las sombras, junto al zócalo. Más de una vez alguna buscó guarida bajo el arco de alguno de mis pies descalzos. A esas les daba otra oportunidad. Las apresaba con una leve presión del pie, por asco a reventarlas, las tomaba por las antenas y las echaba al inodoro, regalándoles un “surf” cloacal.
 Luego de casi dos meses de combate, con un promedio diario de unas diez cucarachas muertas, caí en la cuenta de que todas las noches me encontraba más o menos con la misma cantidad de cucarachas en el departamento. Por allí pasaba el quid de la cuestión! Con sus escasos veinte metros cuadrados, o poco más, este departamento era un hábitat capaz de albergar esa cantidad de cucarachas y ni una sola más! Pero la presión de estas en el ecosistema del edificio y de la misma ciudad de Buenos Aires era enorme. Y al matar diez cucarachas diarias, inmediatamente venían otras diez a cubrir el nicho vacante. Seguir matando cucarachas era como pretender un final finito para el cuento de la buena pipa!
Entonces recordé algo que me había contado un científico suizo, Henry Bader, respecto a que las moscas se desplazan en el aire, de modo similar a las moléculas de un gas, en un mecanismo que también podría llamarse difusión, como el de las moléculas gaseosas. Siempre mantienen una determinada distancia entre sí y cuando se saca una mosca, otra mosca llega casi  instantáneamente a ocupar el lugar vacante.
Con las cucarachas pasaba lo mismo. Pero lo desagradable del caso era que las nuevas cucarachas entraban por la rejilla del piso del baño y venían desde la descarga sanitaria del edificio, trayendo a mi departamento la mugre de los vecinos. La conclusión entonces era obvia: al matar yo diez cucarachas diarias, mi departamento se convertía en un succionador ecológico de cucarachas, debido al potencial negativo que se establecía en éste, con respecto al resto del edificio. Y con ellas, además estaba trayendo todo tipo de mugre extraña!!
Como no soy partidario de la guerra química ni siquiera para exterminar insectos y mucho menos cucarachas, dado el alto poder tóxico y el efecto residual de los cucarachicidas, apelé al sentido común y opté por una solución de compromiso. Era imposible librarse de cucarachas mientras el edificio y la ciudad estuviesen infestados de ellos. Entonces decidí convivir con diez cucarachas, pero tratando de que fuesen siempre las mismas.
Dejé de perseguirlas y comencé a ponerles comida: migas de pan y azúcar en tapitas de gaseosas. En pocos días comenzamos a tolerarnos mutuamente, yo por razonamiento y ellas por hábito. A la semana y creo que por razonamiento, ellas aparecían cuando yo encendía las luces, e iban a ver cual era su vianda. Mientras tanto yo debía prestar especial atención para no pisarlas involuntariamente.
Con ello logré al menos que esas diez cucarachas fuesen siempre las mismas. Mis diez cucarachas, revolviendo solamente mi mugre; la que si bien no es menos mugre que la de los otros, me da menos repulsión porque le conozco el pedigrí. De todos modos eso no era un romance. Tampoco lo podría definir como parasitismo, aunque estaba más cerca de esto que de un mutualismo. Así es que ni bien tuve oportunidad, me fui a vivir lo más lejos que pude de ese edificio. Me escapé de las cucarachas, aunque lo que vino luego no les fue en zaga. Pero esa ya es otra historia.
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INSTANTES ANÓNIMOS - Recuerdos en Dársena Sur

Terminal de Buquebús 4
Aliscafo de Buquebús
INSTANTES ANÓNIMOS
RECUERDOS EN DÁRSENA SUR
Un soplo continuo de vapor escapa de una chimenea y es empujado por la brisa del sur, formando una nubecita que anda muchos metros antes de perderse en la atmósfera; porque afuera hace frío en serio. Cinco cipreses, como otros tantos dedos oscuros, se levantan sobre la orilla opuesta de la dársena frente a los galpones. El alíscafo Patricia Olivia de Buquebús, está casi quieto en su amarra. Solo acusa pequeños vaivenes cuando algún camión se acomoda en su panza, mientras flota en el caldo de cultivo de las aguas de la Dársena Sur.
Una botella de plástico navega lentamente hacia el río, impulsada por el reflujo. La FM sintonizada en la sala de la clase turista vuelca una cascada de palabras obvias y propaganda estéril, solo cortada a ratos por oleadas de música rapera con ritmo de galeotes. Mientras unos pocos pasajeros miran perfumes y cosméticos en el free-shop de a bordo, la música cambia a ritmo lento con reminiscencias de los años sesenta.
Es una de esas canciones que me agradaron siempre, sin saber quienes son los autores o quienes la ejecutan. Podría lo mismo ser de fines de los cincuenta; igualmente la recordaría. Un piano, una harmónica sencillita. Una voz en inglés, de esas conocidas desde siempre, parecida a los Beatles, si es que no es un ex-Beatle de solista, me hace viajar al pasado por el puente de la música.
De pronto ya no estoy sobre el Patricia Olivia esperando la partida. Los cipreses de la orilla son ahora los tantos cipreses que plantó papá y los galpones son los tantos galpones que papá, ladrillo a ladrillo, fue dejando tras de su huella por el mundo. Como aquél galpón de la estancia donde enraizó su vida junto a mamá.
Desde esos recuerdos caigo al presente con el peso de una bolsa llena de piedras, cuando el barco empieza a trepidar apartándose del muelle, mientras la voz del capitán saluda por los intercomunicadores y avisa que navegaremos a cuarenta nudos de velocidad. O sea a unos setenta y cuatro kilómetros por hora.
Veo la misma botella de plástico retornando lentamente en el agua de la dársena. No se si ya habrá cambiado la marea, o si regresa impulsada por alguna corriente generada por este barco saliendo de la amarra, o por el Ciudad de Buenos Aires que está entrando cargado de camiones. Vamos navegando al lado de remolcadores, chatas areneras y pesqueros. Uno de ellos, el Matrícula 6.141, pasa muy cerca y me recuerda que el presente es ahora y que estoy navegando hacia Montevideo.
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(Escrito alguna tarde de invierno entre 1992 y 1994, partiendo hacia Uruguay, para trabajar en la Universidad de la República, como experto de la Comisión Nacional de Energía Atómica.)
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INSTANTES ANÓNIMOS - El Arito Perdido


Renata
INSTANTES ANONIMOS
EL ARITO PERDIDO
Medio día en Buenos Aires. Estoy arriba de un micro ómnibus de la línea 37, yendo desde la Ciudad Universitaria hacia plaza Congreso, detenido por el semáforo en la esquina de Rodríguez Peña y Juncal. La fuente de bronce de la plazoleta lanza un penacho de agua límpida, la que se derrama en cascada desde los sucesivos platos hasta la pileta de la base, recién pintada de celeste. Desde la ventanilla cuyo asiento ocupo, observo a una muchacha que empuja la puerta de un negocio.
La puerta está cerrada. La muchacha gira ágilmente sobre sus tacones bajos y cruza la plazoleta. Va vestida con saco y minifalda negra haciendo juego con sus medias. Alguien la llama desde la vereda que acaba de dejar y se da vuelta.
Otra morocha, más baja, con campera de gamuza marrón claro y flecos en las mangas al estilo Buffalo Bill, se agacha y recoje algo de la vereda que luego alcanza a la primera. Intercambian sonrisas y la morocha de negro retorna sobre sus pasos poniéndose un aro en su oreja derecha.
Abre el semáforo y el 37 arranca, llevándome como testigo anónimo de otro pequeño gesto cotidiano de solidaridad que ayuda a vivir!
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--- Los mates de Gonzalito

LOS MATES DE GONZALITO
CONTABA MI SUEGRO que en su larga actividad sirviendo en los cuadros de Gendarmería Nacional, vaya a saberse por qué razón o costumbre, nunca tomaba mate cuando estaba de guardia en el escuadrón. Y eso que las guardias eran frecuentes, largas y a veces tediosas. En las tantas circunstancias en que le tocó estar al frente de las guardias como Suboficial Principal en el escuadrón de Las Lajas, durante un buen tiempo se ingenió para estar como su compañero de guardia y subordinado, un cabo de apellido González. “Gonzalito”, como era costumbre en la fuerza, para nombrar a todos por el diminutivo de su apellido. Siempre que le tocaba guardia a mi suegro, allí aparecía Gonzalito secundándolo.
Las guardias comenzaban con tareas de rutina, dando curso a asuntos normales del funcionamiento de la institución, como partes, correspondencia, logística y demás. Durante esas tareas Gonzalito era bastante parco; solo hablaba lo necesario y eso era una virtud a los oídos de mi suegro. Y al terminar las rutinas, Gonzalito aparecía con su infaltable mate en la mano.

- "¿Quiere que haga unos mates, mi Principal?" era la pregunta obligada de Gonzalito. Y la respuesta de mi suegro era siempre la misma:

- "Hacé para vos. Ya sabés que no tomo mate en la guardia!"

Y allá salía Gonzalito. Volvía con la pava, la calentaba en un calentador Bram Metal a kerosén que había en la guardia y empezaba a tomar mate solo hasta vaciarla. De vez en cuando repetía la cortesía de ofrecerle un mate a mi suegro, quien se lo rechazaba con la misma cantinela de todas las guardias y que Gonzalito conocía de memoria.
Se sucedían las guardias y entre las rutinas de siempre, a veces se sumaba el anotar si entraba algún camión con avena o fardos de alfalfa para las mulas del escuadrón. Anotar quien salía o quien entraba. Conseguir que se enviase algún vehículo con todo tipo de auxilios para cualquiera de las tantas peripecias que ocurrían en el Neuquén de aquél entonces, desde un médico o un enfermero hasta un mecánico, un juez, o un cura. O comida para lugareños o viajeros sitiados por la nieve.
Mi suegro había notado que al avanzar en esas tareas durante las cuales Gonzalito ya estaba prendido al mate desde hacía buen rato, este iba perdiendo su parquedad. Comenzaba a hablar cada vez más, a elevar el tono de voz y en ocasiones, poniéndose verdaderamente parlanchín. Pero llegado a ese punto, enseguida desaparecía de la vista e invariablemente mi suegro lo encontraba en un cuartito contiguo, dormido como un tronco.
Generalmente las guardias eran tranquilas; “mansas.” Y mi suegro, quien era un apasionado por escuchar emisoras de radio de onda corta(1), lo dejaba dormir tranquilo y escuchaba radio horas enteras sin ser interrumpido. Unas veces escuchaba la BBC de Londres y otras veces La Voz de los Estados Unidos de América. Quizá también y para tener un panorama más claro (“para contrapesar”, como hubiese dicho el), habrá escuchado radio Moscú y Radio Pekín, dos de las radioemisoras con mayor potencia en el mundo junto con las dos primeras. Cosa que no era casual, si se piensa que se estaba transitando por la época que se dio en llamar “guerra fría” entre occidente y las potencias socialistas de oriente.
Pero en más de una oportunidad en que la actividad de la guardia se complicaba por algún hecho inusual, a mi suegro le daba más trabajo que Gonzalito “volviera en sí” para que lo ayudara, que hacer toda la tarea solo. Después de despertarlo con algún zamarreo, era común que Gonzalito siguiese como dormido, a los tumbos, con una notable demora en reaccionar y complicando las cosas, en lugar de ayudar.

- “Pero si parecés borracho, carajo!!” le llegó a gritar mi suegro en una oportunidad y entre apurones por conseguir alguna ambulancia, o por despachar otro asunto urgente.

Y de esa exclamación surgió la duda que mi suegro trató de evacuar pronto. En las guardias siguientes buscó por todos los rincones posibles, cercanos y fácilmente accesibles desde el lugar, para ver si encontraba algún recipiente con bebidas alcohólicas. Pero no encontró nada. Hasta que dándole vueltas al tema, se le ocurrió que solo cabía la posibilidad de que Gonzalito se pusiese en curda… tomando mate!!!
La próxima guardia comenzó con el ritual de siempre: primero la rutina, luego Gonzalito ofreciéndose a cebarle mates a mi suegro, éste con su negativa de siempre y Gonzalito poniendo la pava en el fuego para tomar mates solo. En ese momento mi suegro lo mandó a llevar unos papeles adentro, a la comandancia. Papeles que estaban preparados de antemano para alejarlo unos minutos.
Al salir Gonzalito, mi suegro revisó la pava que estaba sobre el Bram Metal, la que en lugar de agua estaba llena de… vino blanco!!! Allí estaba la clave de la locuacidad creciente de Gonzalito y de su posterior sueño, del que era imposible que se recuperase enseguida. Y allí estaba la clave de por qué este se las ingeniaba de mil maneras para hacer guardias con mi suegro. Sabiendo que este no tomaba mates en la guardia, eran muy remotas las posibilidades de ser descubierto.
Además, sabiendo que luego de las tareas de rutina diarias de la guardia, mi suegro se pasaba el resto del tiempo escuchando emisoras de radio de onda corta, cuando menos lo molestase su segundo en la tarea, más tranquilo estaría para su afición. Así es que Gonzalito había encontrado el jefe ideal para secundar en la guardia.
Lo notable era que para darle más realismo a su simulacro de mateada, Gonzalito calentaba el vino en el fuego, con lo que los vapores etílicos aspirados y mezclados  con aire en la bombilla, cumplían los efectos de un mazazo en la nuca. Así, los pedos que se agarraba Gonzalito eran insuperables. Cómo para reaccionar rápido cuando se lo despertaba de improviso, si en esos momentos ni siquiera sabía en que planeta estaba!!
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(1) Recordemos que décadas atrás era habitual que las buenas radios tuviesen posibilidad de captar emisoras extranjeras en onda corta. Esa era la única manera de vincularse en tiempo real con el mundo, cuando no existía la rapidez mediática actual.

--- Me gusta harto el ají!!

ME GUSTA HARTO EL AJÍ, COMPADRE
CONTABA MI SUEGRO otra pequeña historia en la que no sé si “estuvo cerca” o se la contaron, y es la que sigue. Y recalco lo de “estuvo cerca”, porque en muchas de las historias que el atribuía a terceros, no faltó quien asegurara que casi siempre anduvo entreverado el mismo entre los actores principales.
Como siempre, el lugar fue uno de tantos en proximidades de la cordillera neuquina. Los actores, dos lugareños indigentes, de hablar achilenado, de esos que a veces consiguen algo más que el poco de ñaco y de vino necesarios para hacer una chupilca y que esta vez habían conseguido algunas cositas para cocinarse un guiso. No mucho; quizá alguna cebolla, unas papas, tal vez fideos y muy poco más. Aunque de algún lado había aparecido bastante ají picante, el cual para la mayoría de los lugareños y en especial para los provenientes de Chile, es poco menos que indispensable.
Al reparo de unas piedras grandes improvisaron un fogoncito con algunas piedras chicas puestas en círculo. Con algunas leñitas, a lo mejor yareta, o quizá simplemente bosta de vaca, de caballo o de mula, empezaron a calentar una ollita de hierro fundido de tres patas, muy comunes en el Neuquén cordillerano de aquella época. En ella se estaban cocinando los ingredientes, cuando uno de los dos agregó una importante cantidad de ají y el otro le llamó la atención al respecto, diciéndole:

- “Oiga compadre, no le ponga tanto ají, que a mi me hace harto(1) mal el picante.”

- “Lo que pasa es que a mi me gusta harto el ají, compadre”, contestó el otro, quien, al tiro(2) tomó cuenta cabal de la situación.

Porque la comida era poca y con ese pedido del compañero, ya había encontrado una forma de que rindiera; por lo menos para él. En cuanto el otro se descuidó, el primero volvió a echar otra buena cantidad de ají a la olla y nuevamente se repitió el pedido del primero y la misma disculpa del segundo.

- “Ya le dije compadre, que a mi me hace harto mal el ají. No le ponga más, po!”(3)

- “Es que a mi me gusta harto el ají, compadre!”, fue la respuesta poco menos que preparada del primero.

Y una tercera vez el primero esperó el descuido del otro, para zampar en la olla otro generoso puñado de ají, con la idea de que el compañero desistiera de comer y así quedaría todo ese guiso ultra picante para el solo. Pero erró el cálculo. Esta vez el otro no dijo nada, pues adivinando al vuelo la intención del primero se arrimó a la ollita, tomo unos puñados de arena del suelo, los mandó adentro y revolviendo bien, le dijo al otro:

- “Lo que usté no sabía compadre, es que a mi me gusta harto la arena!!”

Y vaya uno a saber si tendrían algo de vinito y ñaco, como para preparar una chupilca. Porque dicen que a ese guiso infernal no pudieron comerlo ni las hormigas!
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(1) La palabra “harto” es empleada en Chile como sinónimo de mucho.
(2) En este caso, “al tiro” es empleado también en Chile, con el significado de enseguida.
(3) El vocablo “po” es comúnmente usado al final de una frase, como una especie de apócope de pues.

--- Huevos fritos para todos!

HUEVOS FRITOS PARA TODOS!!
CONTABA MI SUEGRO que una noche estaba “casi por casualidad” en el boliche de Poblete, en Las Lajas. En realidad el boliche de Poblete, pomposamente llamado “El Rey de España”, estaba en el límite inferior de la categoría de boliche. Rayano en la miseria, con apenas alguna damajuana de vino aguado, alguna botella de ginebra, quizá otra de Hesperidina, y no mucho más.
Charla va y cuento viene con Poblete, en eso se abrió la puerta y por ella entró un tal Zárate, conocido miembro de la policía local, de franco ese día. Entró no muy firme sobre sus pasos, porque venía terminando la recorrida por todos los boliches de Las Lajas con un grupo de amigos en estado similar. Y ya nomás al querer sentarse, Zárate tropezó con una pata de la silla, la que se corrió sobre el piso de madera mientras el se daba vuelta para sentarse y casi terminó en el suelo.

- “Cuidado, que mm...me parece que está temblando..!”(1), alcanzó a decir Zárate mientras se afirmaba como podía al respaldo de la silla, entre un par de carcajadas mal disimuladas de sus ocasionales compañeros de juerga.

Lo de disimular las carcajadas era para no ofender al compañero ocasional, porque pese al estado, todos respetaban por las dudas al policía de franco. No sea que fuese rencoroso cuando se encontrasen con el estando de servicio.
A todo esto ya era bastante pasada la hora habitual de cenar. Pero el asunto es que las borracheras de Zárate eran exclusivamente suyas, porque su mujer no quería compartirlas. Así, cuando llegaba mamado a la puerta de la casa ella no lo dejaba entrar y esta vez había pasado lo mismo. Con hambre tanto el como sus amigos, vieron luz en lo de Poblete y se mandaron adentro, se sentaron y pidieron de comer.

- “No tengo nada para darles!”, explicaba Poblete, mientras mi suegro ya se preparaba para no perderse detalle de la historia que seguramente aparecería enseguida.

Zárate, quien en su casa respetaba muy bien los límites que le ponía su mujer, aquí no entendía razones. Se paró, fue hasta el mostrador medio a los tumbos, seguro de encontrar algo para comer. Y contaba mi suegro que le brillaron los ojos, porque detrás del mostrador, sobre una repisita y contra un espejo, había cuatro o cinco huevos de gallina. Para allí señaló Zárate; viendo los huevos reales, a los que seguramente sumó los reflejados en el espejo y en una de esas sumó también los duplicados por la curda dentro de su mente. Y mientras señalaba los huevos le dijo a Poblete, medio gritando:

- “Si serás miserable!!! Mirá la cantidad de huevos que tenés ahí arriba. Dale! Andá y hacé huevos fritos para todos!!”

Y andá a explicarle por las buenas a un mamado, policía creído para colmo, que no tiene razón. Así es que Poblete se fue para adentro de la casa, frió los pocos huevos en una sartencita que llevó a la mesa con unos panes. Pero vivo el gallego, también llevó a la mesa el espejo, al que paró pegado a la sartén y afirmado contra un jueguito de esos de poner el salero, el pimentero, el aceite y el vinagre. En el se reflejaban los huevos fritos, y contaba mi suegro que de vez en cuando alguno de los mamados pasaba un pedazo de pan por el espejo!
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(1) En cualquier zona cordillerana, al menos en Neuquén, en Mendoza y en San Juan, se le llama temblor a los movimientos sísmicos, por otra parte bastante frecuentes. Por extensión, con “estar temblando”, se entiende que está ocurriendo un sismo.

--- Alfredo Cerda, guardahilos

ALFREDO CERDA, GUARDAHILOS
CONTABA MI SUEGRO que Alfredo Cerda era un empleado del correo de Las Lajas, en la época en que el correo era una institución nacional y tenía el nombre de Correos y Telégrafos. Nombre que mucho después, durante la época de Martínez de Hoz, pasó a llamarse Empresa Nacional de Correos y Telégrafos y a ser conocida por sus siglas: ENCOTEL.
Alfredo Cerda no era un empleado cualquiera, de esos que repartían cartas por el pueblo, o de los ue vendían estampillas atrás del mostrador. No señor! Bueno, a veces si estaba detrás del mostrador vendiendo estampillas y más de una vez también repartió cartas; pero obligado por el jefe, quien no respetaba su jerarquía de guardahilos.
Porque Alfredo Cerda era el guardahilos de la zona y de él, de su habilidad y de su disposición, dependía la comunicación o la incomunicación del pueblo. No nos olvidemos que hasta avanzada la década de 1970, la mayoría de las comunicaciones del país dependían del teléfono y del telégrafo por cable.
Cada vez que se cortaba la comunicación telegráfica entre las Lajas y Zapala, o desde Las Lajas hacia otros destinos aún más alejados todavía, ¿quién, sino Alfredo Cerda salía de raje en su caballito, bajo cualquier condición climática, a buscar la rotura de los alambres y a empalmarlos como solo el sabía hacerlo? Porque luego el alambre podía romperse en cualquier parte, menos en un empalme hecho por Alfredo Cerda.
Por eso no le gustaba su jefe. ¿Qué era eso de mandarlo a vender estampillas justo a el; al guardahilos? ¿Sabría este jefe de tal por cual, venido andá a saber de dónde, que Alfredo Cerda llegó a pasarse días enteros recorriendo la línea en pleno invierno de 1.960, cuando la cantidad de terremotos que devastaron Valparaíso y la costa sur de Chile, cortaba la línea a cada rato?
Qué iba a saber este recién llegado! Pero bueno, habría que aguantarlo hasta que pidiera el traslado. Porque éstos se acobardan enseguida, al primer invierno ya rajan para el norte, mientras el seguiría a pie firme, con su gorra calada hasta las orejas, recorriendo la línea bajo nevadas atroces y bajo soles abrasadores! Sabrá el jefe las veces que regresó de “la línea” azul de frío y con un dolor de oídos insoportable que solo el y su mujer “la Julia”, sabían como se le curaba!(1)
Todo eso y mucho más se despachó Cerda con su voz rapidita en el boliche de Juan Haddad, embalado del todo por un par de cañas convidadas y por una hábil “tirada de lengua” de los presentes; entre ellos, un viajante de comercio que circunstancialmente mataba allí su tiempo libre. Después que  no le quedaba más por decir contra su jefe, Juan Haddad señaló algo que había sobre el mostrador y le preguntó:

- “Sabés que es eso?”

Y no sabía. Pero lo que había sobre el mostrador era nada más y nada menos que un grabador de cinta abierta: el primer Geloso que aparecía por Las Lajas! Cuando a Cerda le explicaron que en ese aparatito traído por el viajante, había quedado grabado todo lo que el había disparado contra su jefe, no lo pudo creer. Pero al escucharlo, se tuvo que rendir ante la evidencia.

- “¿Y ahora que va a pasar? Se puede borrar eso?”, preguntó con voz vacilante.

- “Mirá, creo que no”, le dijo Juan Haddad y agregó:

- “El problema serio va a aparecer cuando lo escuche tu jefe. Mirá que sos lengua larga, vos, eh?!”, terminó retándolo. Y como para asustarlo un poco más, agregó:

- “¿No viste que yo te hacía señas para que te callaras?” Lo cual era mentira, pero lograba el efecto deseado.

Cerda, ya pálido desde hacía un rato, no decía más nada; no fuese cosa de que lo siguiesen grabando. Encima sabía que el jefe de correos aparecía seguido por lo de Juan Haddad y no seríaextraño que se enterase por charlas, o que directamente le hiciesen escuchar la grabación. Salió a la calle hecho un trapo. Anduvo un rato para cualquier parte y luego enderezó para la casa de mi suegro, junto a cuya casa tenía él la suya. “Don Pérez” – que ese era el apellido de mi suegro – como buen amigo, gendarme y algo entendido en temas legales, lo sabría asesorar en la desgraciada circunstancia.

- “No sabe lo que me pasó, Don Pérez..! Que lo parió..! Cuanto más se vive, más se vé, Don Pérez..!”

Eso fue lo primero que le dijo a mi suegro, casi sollozando (…porque una cosa era mantener “la línea” funcionando bajo cualquier circunstancia, hasta con veinte grados bajo cero, para lo cual Cerda era muy hombre y otra cosa era hacer frente a estas cosas casi de brujería, para lo cual era casi una criatura!)

- “Y… yo veía que arriba del mostrador daba vueltas un aparatito, pero que me iba a imaginar eso, Don Pérez!”, seguía lamentándose Cerda, luego de contarle toda la historia a mi suegro. Y seguía:

- “¿Me podrán echar por eso, Don Pérez…? Yo llevo más de 20 años en el correo y nunca tuve ni un problema. Mire que venir a meter la pata de esa manera! Pero usted vio como son esas cosas, Don Pérez… uno empieza a hablar y se embala…pero quién iba a imaginarse, Don Pérez…!” 

Y Cerda seguía su letanía con la voz cada vez más rápida y aflautada, mientras mi suegro lo dejaba hablar y estiraba un poco más la cosa, para disfrutar un poco la joda en la que él, cosa extraña, no había estado presente. Sabía de sobra que era una broma y que aquellos no iban a mandar al frente a este pobre infeliz. Pero por la desesperación de sus palabras, hasta cabía la posibilidad de que el mismo Cerda fuese a disculparse de antemano con su jefe, vendiéndose solo. Así es que mi suegro le dijo:

- “Mirá, voy a ver que puedo hacer!” y agregó: “No te movás de acá, Sabés? No hablés de esto con nadie y menos con tu mujer! Entendés?” Porque bien sabía mi suegro que decírselo a “la Julia” era como gritarlo en la plaza del pueblo.

Y hacia el boliche de Juan Haddad salió mi suegro que le hervían los talones, apurado por conocer el aparatito y por escuchar las barbaridades que le habían grabado al pobre Cerda. Y allí se estuvieron hasta el oscurecer, dándole para adelante y para atrás al Geloso. Tanto para reírse como chicos con la voz de Cerda, que en el grabador parecía más rápida y más finita que en persona, como para asombrarse del primer grabador que tenían ante sus ojos. Y a decir verdad, coincidieron en que lo que le pasó a Cerda le hubiese podido pasar a cualquiera de ellos!
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(1) Para esos dolores de oído, la “farmacopea” popular solía aconsejar el vertido en el oído, de orines humanos recién hechos y aún calientes (“frescos”). Quizá fuese por la temperatura que eso calmaba el dolor. Lo cierto es que mi suegro más de una vez presenció la llegada de Cerda desde línea con tanto dolor de oídos, que antes de entrar a la casa y mientras desensillaba el caballito, le gritaba a “la Julia” que tuviera listo “el remedio.”

--- Ladrón de vacas

LADRÓN DE VACAS
CONTABA MI SUEGRO sobre un caso especial de abigeato en pequeña escala allá por la zona neuquina de sus andanzas como gendarme; en este caso cerca de Loncopué. Era un caso raro, porque de vez en cuando desaparecía alguna vaca sin dejar los rastros habituales. No aparecían rastrilladas de arreo u otros indicios; ni pisadas de las vacas robadas, ni de caballos, ni rastros de carneada. Ni siquiera aparecían huellas de algún carro u otro vehículo en el cual pudiesen haberse llevado la vaca o su carne.
El caso, que era raro en serio, seguía ocurriendo periódicamente y el reclamo había llegado hasta Gendarmería. Porque se pensaba que el ladrón de ganado sería alguien muy hábil que pasaba las vacas robadas “al otro lado”; es decir, al cercano Chile, para carnearlas tranquilo. Y por eso mi suegro, comisionado por sus superiores, “rebotó” por allá, como el gustaba decir, a ver si podía encontrarle la vuelta al caso.
Lo primero que hizo fue un replanteo del lugar físico y conversó con todos los lugareños, tanto los afectados como los no afectados. Hasta habló con “Pelado Zorro”, aquél que un 18 de Septiembre se había freído un pie en la olla de grasa y ahora andaba en una silla de ruedas que le habría conseguido la solidaridad de alguien. Pero nadie había visto nada ni conocía nada más que los comentarios de los afectados.
Nunca llegó a contarme si de esas charlas había sacado algo en limpio. Pero quizá no teniendo una idea muy clara de por donde empezar, comenzó a rondar de noche por la zona, tratando de no hacerse ver demasiado. A los pocos días desapareció otro par de vacas y mi suegro ya tuvo el lugar mismo de un hecho reciente para avanzar en el caso con ideas y elementos propios. Parece que algo encontró, porque dirigió su ronda nocturna a una zona en particular, siguiendo una corazonada.
No tuvo que esperar mucho, porque a las pocas noches en su ronda vio unos bultos que venían por la huella elegida para vigilar. Por esa huella, que no era una huella cualquiera sino que era de piso bien duro, rocoso, como para dejar los mínimos rastros, venía un par de vacas arreadas por un muchachito del lugar y más atrás venía alguien agachado, barriendo la huella con una escobita hecha de ramas. Mi suegro dejó pasar al muchachito con las vacas y se fue derecho a quien venía barriendo, que no era otro que “Pelado Zorro”, bien parado y sin la silla de ruedas!!
Resulta que la silla de ruedas seguramente le habrá hecho falta en serio al principio, para poder andar mientras se recuperaba de su pie literalmente frito en grasa aquél 18 de Septiembre de chupilca y cueca. Pronto la gente se fue acostumbrando a verlo en silla de ruedas, con la que se convirtió en una parte más del paisaje familiar.
Solo “Pelado Zorro” sabría cuando se le había curado el pie y había podido caminar de nuevo. Pero no se lo dijo a nadie, porque el asunto de la silla de ruedas le había empezado a gustar. Como buen zorro viejo (…y ahora entendemos que el apodo no era vano!), enseguida le había encontrado otro tipo de utilidad: quién iba a desconfiar de un “inválido” como ladrón nocturno de vacas!?
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--- Eundo Quilape e' indio!!

EUNDO QUILAPE E’ INDIO, CARAJO!
CONTABA MI SUEGRO que su casa de Las Lajas estaba edificada en una esquina. Una de las calles topaba contra el terraplén que contenía las crecientes del río Agrio y la otra era paralela a ese terraplén(1). Pese a lo riesgoso que era vivir al otro lado del terraplén, del lado del río, algunos lugareños, los más indigentes, edificaban sus ranchos allí, sobre la misma llanura de inundación del Agrio.
Tal era el caso de un tal Benavídez, quien tenía por apodo “Calambrito”, debido a la chuequera que le había quedado como secuela de una poliomielitis temprana, la que fue bautizada al vuelo por la inventiva popular. Tan falto de recursos como de ideas, “Calambrito” había edificado un rancho del lado del río, sobre un extremo del terraplén. Aprovechando el mismo como el soporte más sólido, había amontonado ramas, chapas viejas y lo que encontró a mano, de forma más o menos ordenada, como para parar algo el viento y la lluvia y allí vivía con su familión que crecía año a año.
Cada creciente del Agrio le llevaba no solo el rancho, sino todo lo que no podía escapar por su cuenta. No se sabe si alguna vez le habrá llevado algún chiquillo, porque tenía tantos, que solo él y su mujer sabrían si faltaba alguno, y eso si se daban cuenta. Porque a otros vecinos con tan pocas luces como este, les ocurrió que una noche de invierno se olvidaron de entrar el cochecito del bebé, al que a la tarde habían sacado afuera(2) a tomar sol y al pobrecito lo encontraron a la mañana siguiente, muerto de frío por la helada de la noche. Pero esa es otra historia.
Visto desde el lado de "Calambrito", probablemente el asunto de que cada creciente le llevara el rancho no era una cosa mala para él y su familia, sino todo lo contrario. Porque por un tiempito, quizá por algunos días, o por alguna semana, ellos pasaban a ser el centro de atención del pueblo.
Allí llegaba el intendente de turno con alguno que otro político y por demagogia o lo que fuere, dejaban comida, colchones y hasta chapas y tirantes como para que “Calambrito” hiciese otro rancho y esperase hasta la próxima creciente.
Esto era tan frecuente en tantos lugares similares, que algunos llegaron a llamarlo “la industria de la inundación.” Porque imagínense que si había suficientes chapas, colchones y comida como para que los tantos “Calambritos” de la provincia (y de otras provincias) ligaran algo, conociendo el histórico manejo de quienes especulan con las necesidades de la miseria, vaya uno a saber lo que iba quedando por el camino.
El asunto de esta historia es que un domingo mi suegro estaba regando la huerta como siempre, con sus hijas dándole a brazo partido a la bomba de mano, cuando se escuchó un caballo atropellando y unos gritos desaforados. ¿Qué pasaba? Pasaba que Segundo Quilape, el mismo al que en la primera historia describimos cuando sus amigos no lo invitaron a bajarse del caballo para chupar vino en damajuana, ahora estaba emulando al criollo de la “Milonga del Solitario” de Atahualpa Yupanqui, porque “la caña lo había bandeado(3).” Y en la desinhibición que le provocaba el alcohol, le brotaba todo el indio que reprimía constantemente en su interior durante las horas de sobriedad.
Vaya uno a saber cómo, había subido con su caballo al terraplén, e iba y venía de una punta a la otra al galope tendido. Al llegar a un extremo sujetaba el animal haciéndolo abalanzar, y casi sentándolo sobre sus cuartos pegaba la vuelta sobre el anca y galopaba hasta la otra punta, donde repetía la maniobra mientras gritaba a voz de cuello:

- “Eundo(4) Quilape e indio, carajo!”

El asunto es que en uno de los extremos del terraplén estaba el rancho de “Calambrito” con toda su familia adentro. Y Quilape, cada vez más eufórico en su representación del indio que llevaba adentro y que tan pocas veces podía salir, en una de las vueltas sujetó tanto el caballo que este directamente reculó sentándose en serio, pero con tanta mala suerte que el anca ya estaba fuera del terraplén y así cayó, sentado, dentro del rancho de “Calambrito.”
Si bien dentro del rancho habrían escuchado las bravatas de Quilape arriba del terraplén, nunca se imaginaron que este podría entrar al rancho con caballo y todo … y por el techo! Así es que hubo un desparramo de muchachitos en todas direcciones y seguramente “Calambrito” también habrá salido a las chuequeadas. Aunque en medio de semejante batifondo, tanto no pudo ver mi suegro.
El epílogo de esta historia es que “Calambrito” no tuvo que esperar a la próxima creciente del río Agrio para ligar algo. Porque en esos momentos tan cómicos como trágicos, en Las Lajas el hecho cobró carácter de “desastre natural” y en esos casos siempre aparece más de una mano solidaria que se levanta por sobre cualquier crítica.
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(1) Terraplén que no existe más desde hace muchos años.
(2) Lo de “afuera” es un modo de decir, porque la precariedad del rancho era tal, que no era fácil decidir cuando uno podía estar afuera o adentro, tomando a la intemperie como referencia.
(3) “siempre en voz baja he cantao,/ porque gritando no me hallo…/ grito al montar a caballo,/ si la caña me ha bandeao!”, rezan los versos de Atahualpa en la “Milonga del Solitario.”
(4) “Eundo”, era lo que realmente se oía al gritar Quilape su nombre, en lugar de “Segundo.”

--- Quiñiñir y los quesos

QUIÑIÑIR Y LOS QUESOS
CONTABA MI SUEGRO otra pequeña historia, también ocurrida en la provincia de Neuquén, pero no en Las Lajas, sino en Cohihueco. Para el caso es lo mismo, porque las historias de pobres, cómicas o trágicas, son casi un calco en cualquier lugar en el que ocurran. Aunque siempre hace falta un ojo atento y una mente lúcida para que no desaparezcan junto con los actores.
Y casualmente por allí andaba el ojo largo de mi suegro, atento a todo lo que podía ser historia, a la sazón en un almacén de ramos generales donde también se despachaba bebida, como en todo almacén de campo de aquélla época. Me parece ver ese boliche, porque podría decirse que quien vio uno, los vio todos. Con el infaltable mueble que abajo tenía cajones con puertas-bisagra horizontales, debajo de las cuales se guardaban las bolsas de la mercadería que se vendía al menudeo: yerba, azúcar, porotos, arroz, sal gruesa. Hacia arriba y hasta el techo seguían estanterías de madera llenas de todo lo que podía ser imprescindible en esas zonas.
Un sector de las estanterías estaba atestado de botellas de bebidas alcohólicas. Ginebra Bols y Llave; caña Pecho Colorado; caña Mariposa; grappa Valle Viejo; Hesperidina; Fernet Branca; Cinzano (estas dos últimas seguramente también adornando el frente del boliche en sendas placas metálicas esmaltadas, de las que por allí quedan algunas que todavía no han sido sacadas, en los antiguos boliches de muchos pueblos abandonados).
En otro sector, la estantería interminable estaba atestada de lámparas a kerosén, faroles a kerosén tipo “petromax”, pilas de linterna, cartuchos de escopeta, aperos para caballos de montar y de tiro, lazos, cuchillos, piedras de afilar, herramientas de mano y un sinnúmero de otras cosas para satisfacer las necesidades de la población rural.
Y si el negocio era un “ramos generales” con todas las de la ley, como el de Cecilio Espinoza en Las Lajas, hacia la otra punta, lo más lejos posible del despacho de bebidas y si es posible perdido en un recodo del salón, tenía tienda y mercería con cortes de género, blanco, botonería y todo lo necesario para que las mujeres de la casa se amañaran en la confección y el arreglo de prendas. Esta punta era ya literalmente un “reservado para señoras” y era atendido por la patrona de la casa.
El piso no podía ser de otra cosa que de tablas de pinotea gastadas por el pisoteo y las barridas. Y sobre el piso, formando una barrera entre el público y el espacio exclusivo del dueño de casa, estaba el mostrador. Seguramente largo, de madera oscurecida por el tiempo, por los roces y por el derrame de tantas copas; con alguna caramelera y alguna campana de vidrio para proteger algún queso cortado, fiambres y pasteles hechos por la patrona o por alguna allegada a la casa.
En el caso de esta historia y junto a otro montón de mercaderías en exhibición, arriba del mostrador había una especie de pirámide de quesos bien redondos, como de dos kilos, junto a otra estructura arquitectónica por el estilo, pero formada por cajoncitos de dulce de membrillo. Seguramente mi suegro no andaría por el lado de la mercería sino “para la otra punta”, confraternizando con el bolichero con una ginebra o algo por el estilo de por medio. En eso estarían, cuando entró al boliche un tal Quiñiñir, cubierto por lo que quedaba de un poncho que a lo mejor en su momento fue un buen Castilla, pero que ya atajaba bien poco.
Quiñiñir era un lugareño muy conocido por sus miserias y por sus mañas para sobrevivir a cualquier precio. No bien entró este, mi suegro vio que su mirada se clavó un instante en el montón de quesos y ya adivinó que por allí iba a aparecer la historia. El bolichero pasó a atenderlo enseguida, porque siempre ocurre que a quien tiene más miseria, más pronto se lo quieren sacar de encima, como a la ropa con piojos.

- “Qué andás precisando, vos!” probablemente le habrá preguntado, medio como prepeándolo, y recalcando un “vos” que no dejaba duda de la superioridad de quien lo pronunciaba.

Quiñiñir, de las tantas cosas que seguramente precisaba, también seguramente no podía comprar ni la más elemental, pero ya los quesos habían pasado a convertirse en su necesidad imperiosa del momento. Comenzó a hablar vaguedades casi guturalmente, como hablando para adentro, al mejor estilo de los lugareños que hablan frente a alguien a quien le tienen respeto o miedo. Hasta que señaló algo en la estantería a espaldas del bolichero.
Este se dio vuelta, avanzó hacia la estantería y Quiñiñir, rápido como un chicotazo de látigo, sacó una mano de abajo del poncho, manoteó un queso y lo trajo hacia sí con la misma velocidad. Pero la redondez del queso y la inercia de un movimiento tan rápido lo traicionaron. Así como vino el queso bajo el poncho, con la misma velocidad siguió de largo escapando de la mano de Quiñiñir y cayendo al piso de madera, donde dio un par de saltos y siguió rodando hacia la puerta.
El bolichero se dio vuelta al ruido que hizo el primer rebote del queso, aunque no entendió bien que pasaba. Quiñiñir se quedó duro y sin saber como reaccionar, porque en ese instante tampoco sabía si el bolichero ya entendía de qué se trataba. Improvisó una excusa casi como entregándose, al decir, comiéndose las eses:

- “Que le pasa a ete queso..!” 

Y antes de que el bolichero entendiera lo que pasaba, mi suegro le salvó la situación a Quiñiñir diciéndole:

- “Andá, metele, que se te va el caballo.”

Y mientras mi suegro alzaba el queso y lo ponía sobre el mostrador, comentando con el bolichero sobre la redondez de los quesos, vieron que Quiñiñir ya afuera, se ponía a revisar las alforjas de un caballo que estaba atado al palenque. Allí encontró una botella, la sacó y con otro compinche que se había quedado afuera, se perdieron en un pajonal vecino.
Todavía estaban comentando el caso con el bolichero pensando que sería una botella de bebida alcohólica, cuando apareció el dueño del caballo y encontró las alforjas abiertas. Mi suegro y el bolichero le explicaron quienes las habían abierto y que como solo sacaron una botella que seguramente los tendría tranquilos por varias horas, no les dijeron nada. Allí se vinieron a enterar que la botella estaba llena de saguaypicida puro, que puede ser muy tóxico.
Entonces los buscaron a ambos sin éxito por el pajonal.
Algunos días más tarde, cuando aún el tema daba para conversaciones, reapareció Quiñiñir sin aparentar ningún malestar. Apurándolo un poco, confesó que a la botella que había sacado de las alforjas se la habían tomado toda en un rato. Seguramente a partir de allí estos dos podrían tomar agua del pantano más infestado, que por el resto de sus vidas no iban a tener saguaypés en el hígado (...si es que algún día llegaban a tomar agua y si es que tenían hígado...!)
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