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Viejo Camión Scania |
HISTORIAS DE PAPAS (12)
En el hilván de recuerdos de esta índole, rememoro especialmente una mañana en la cual a la pensión habían pedido changarines para la barraca. Allá fuimos Oscar y yo, sin saber qué nos tocaría hacer. Oscar era un tipo macanudo, fuera de serie, buen estudiante, quien hizo su carrera realizando trabajos pesados como estos. Además tenía un fino sentido del humor y eso vale tanto en su recuerdo, como lo que valía para alentarnos durante esas interminables horas de esfuerzo continuo. Al dar vuelta la esquina nomás, vimos que el día no sería fácil. Varios Scania 75 (el camión más grande de aquélla época) con sus respectivos acoplados de tres ejes, aguardaban estacionados sobre Lavalle con su cargamento de papas. Ya adentro, nos enteramos que durante el día llegarían otros camiones más desde Balcarce. Enseguida, mientras nos colocábamos sobre la cabeza y los hombros una improvisada capa hecha con una bolsa vacía, atracó el primer camión al portón del galpón, alguno del grupo se subió a alcanzar bolsas y comenzamos la jornada.
Me acuerdo que entre el personal “casi estable” de la barraca había uno de apellido Serón que había boxeado en el Salón de los Deportes, a no más de dos cuadras de allí, sobre la calle Soler. Serón, quien nunca había sido un estilista ni mucho menos, sino apenas un tipo con mucha voluntad y mucha resistencia física, era llamado a pelear cada vez que hacía falta un relleno, o alguien que no tuviese miedo de enfrentar a algún púgil en ascenso a cuyo curriculum había que sumarle victorias fáciles para alentar el futuro del “business.”
Al igual que nosotros cuando nos llamaban desde la barraca, a Serón lo llamaban desde el Salón de los Deportes cuando la cosa no iba a ser fácil. Y su cara deformada, era un elocuente muestrario de los sopapos que había aguantado por el precio equivalente de “dos tortas negras.” También ese día había sido convocado a la changa un muchachito cuyo nombre no recuerdo, muy voluntario pero bastante falto de neuronas, medio tontón y a quien apodaban “dos pollos”, porque era el equivalente de “medio pavo.”
El asunto es que cuando terminábamos de descargar un chasis, descansábamos apenas los treinta o cuarenta segundos que tardaba el chofer en correr el equipo hasta que la puerta del acoplado enfrentase la puerta del galpón ...y a meterle otra vez a las papas! La descargada de bolsas de papa no se sufría por el peso, ya que en el peor de los casos estas no superaban los cuarenta kilos, contra los sesenta o más que en su época pesaban las bolsas de maíz o los incalculables kilos de las de avena, cuando estas eran bolsas que habían sido usadas varias veces y estaban muy estiradas.
Pero hombrear bolsas de papa tenía dos molestias fundamentales. La primera era que casi siempre todo el peso de la bolsa se apoyaba en el hombro sobre una o dos papas solamente y en el ritmo del trabajo no se podía perder tiempo acomodándola. Menos aún bajo el ojo atento y siempre serio del viejo Marcos. La otra molestia, la más brava para mi gusto de persona “transpiradora”, era que una parte importante de la tierra suelta que inevitablemente caía de las bolsas, nos iba cubriendo de la cabeza a los pies y se iba haciendo un barro pegajoso al humedecerse con la transpiración que a los pocos minutos de trabajo nos empezaba a bañar, aún en invierno.
Y ese barro iba deslizándose mansamente hacia abajo al ritmo de nuestros músculos, metiéndose implacable en todos los pliegues imaginables de nuestros cuerpos. Recuerdo que al regresar a la pensión y mirarme al espejo luego de alguna de estas “jornadas de papa al hombro”, solo veía mis ojos y mis dientes blanqueando tras un fondo oscuro, como si me hubiese tiznado la cara con un corcho al mejor estilo de Al Johnson.
Me acuerdo que entre el personal “casi estable” de la barraca había uno de apellido Serón que había boxeado en el Salón de los Deportes, a no más de dos cuadras de allí, sobre la calle Soler. Serón, quien nunca había sido un estilista ni mucho menos, sino apenas un tipo con mucha voluntad y mucha resistencia física, era llamado a pelear cada vez que hacía falta un relleno, o alguien que no tuviese miedo de enfrentar a algún púgil en ascenso a cuyo curriculum había que sumarle victorias fáciles para alentar el futuro del “business.”
Al igual que nosotros cuando nos llamaban desde la barraca, a Serón lo llamaban desde el Salón de los Deportes cuando la cosa no iba a ser fácil. Y su cara deformada, era un elocuente muestrario de los sopapos que había aguantado por el precio equivalente de “dos tortas negras.” También ese día había sido convocado a la changa un muchachito cuyo nombre no recuerdo, muy voluntario pero bastante falto de neuronas, medio tontón y a quien apodaban “dos pollos”, porque era el equivalente de “medio pavo.”
El asunto es que cuando terminábamos de descargar un chasis, descansábamos apenas los treinta o cuarenta segundos que tardaba el chofer en correr el equipo hasta que la puerta del acoplado enfrentase la puerta del galpón ...y a meterle otra vez a las papas! La descargada de bolsas de papa no se sufría por el peso, ya que en el peor de los casos estas no superaban los cuarenta kilos, contra los sesenta o más que en su época pesaban las bolsas de maíz o los incalculables kilos de las de avena, cuando estas eran bolsas que habían sido usadas varias veces y estaban muy estiradas.
Pero hombrear bolsas de papa tenía dos molestias fundamentales. La primera era que casi siempre todo el peso de la bolsa se apoyaba en el hombro sobre una o dos papas solamente y en el ritmo del trabajo no se podía perder tiempo acomodándola. Menos aún bajo el ojo atento y siempre serio del viejo Marcos. La otra molestia, la más brava para mi gusto de persona “transpiradora”, era que una parte importante de la tierra suelta que inevitablemente caía de las bolsas, nos iba cubriendo de la cabeza a los pies y se iba haciendo un barro pegajoso al humedecerse con la transpiración que a los pocos minutos de trabajo nos empezaba a bañar, aún en invierno.
Y ese barro iba deslizándose mansamente hacia abajo al ritmo de nuestros músculos, metiéndose implacable en todos los pliegues imaginables de nuestros cuerpos. Recuerdo que al regresar a la pensión y mirarme al espejo luego de alguna de estas “jornadas de papa al hombro”, solo veía mis ojos y mis dientes blanqueando tras un fondo oscuro, como si me hubiese tiznado la cara con un corcho al mejor estilo de Al Johnson.
continúa...