EL COMEDOR DE VIDELA
CONTABA MI SUEGRO que durante algún momento de la década de 1.950, en una de sus tantas andanzas como gendarme llegó a Bajada del Agrio, siempre en la provincia de Neuquén. De entrada averiguó donde servían de comer y lo mandaron derecho a lo de un tal Videla, maestro de escuela, quien con la ayuda de su familia, daba de comer en una especie de fonda o pensión familiar que funcionaba en su misma casa.
Videla era un criollo de la zona, de cara redonda y nariz más que aguileña, “achimangada.” Bastante parco en el comedor, seguramente para no hacer resaltar ante los parroquianos, su hablar marcadamente gangoso. Pues no falta el que se mofe de quien habla así y más vale no dar lugar a ello.
La comida era sencilla, pero abundante y buena. Los pensionistas eran casi todos empleados de vialidad que andaban haciendo arreglos de caminos por la zona, más algún gendarme y algún otro de paso. Se sentaban alrededor de pocas mesas amontonadas como para que pudieran entrar en la sala de la casa, que no era muy grande.
Las mesas eran atendidas por una hija de Videla, medio pasadita ya de adolescente,la que inevitablemente atraía las miradas de los pensionistas y también más de una vez atraía alguna mano larga. Porque la muchachita debía pasar entre las mesas bastante juntas, siendo inevitable algún roce de sus “redondeces” con la espalda de alguno y eso incrementaba los suspiros y los lances.
Era seguro que la muchachita se habría quejado adentro por algún manoseo, porque Videla pasaba cada vez más tiempo en la puerta que daba a la sala, vigilante. Porque su mujer y la hija mayor a cargo ambas de la cocina, no podían abandonar el alma del negocio para atender las mesas.
Y quizá no se animase a atenderlas el mismo Videla, pensando en que no iba a faltar quien hiciese mofa de su hablar gangoso, con lo que probablemente se terminaría el negocio. El tema es que pasaban los días y tanto a la muchachita como a Videla se los notaba cada vez más alterados. Videla ya no se apartaba de la puerta del salón y la muchachita alcanzaba las cosas a las mesas, poco menos que en la punta de una caña.
Hasta que uno de esos días regresó al lugar uno de los hijos varones de Videla, llamado Josué. Ese día comenzaron a llegar los pensionistas a la hora acostumbrada, aunque les extrañó que mientras iban llegando no se observase ninguno de los movimientos habituales. Una vez que estuvieron todos presentes, en la puerta del salón aparecieron Videla y Josué. El primero, componiéndose la garganta como para llamar la atención de los presentes, dijo lo más claro que pudo:
- “A cartir e la jecha, lah mehah lah atiende Hohué!”
Dicho esto dio media vuelta y se mandó de raje para adentro. Pero antes de que los pensionistas alcanzasen siquiera a hilvanar algún comentario y seguro queriéndose sacar una espina clavada muy hondo y desde mucho tiempo atrás, Videla reapareció en la puerta y agregó desafiante:
- “Y a er hi a Hohué tamién le tocan el ulo, araho!!”
Videla era un criollo de la zona, de cara redonda y nariz más que aguileña, “achimangada.” Bastante parco en el comedor, seguramente para no hacer resaltar ante los parroquianos, su hablar marcadamente gangoso. Pues no falta el que se mofe de quien habla así y más vale no dar lugar a ello.
La comida era sencilla, pero abundante y buena. Los pensionistas eran casi todos empleados de vialidad que andaban haciendo arreglos de caminos por la zona, más algún gendarme y algún otro de paso. Se sentaban alrededor de pocas mesas amontonadas como para que pudieran entrar en la sala de la casa, que no era muy grande.
Las mesas eran atendidas por una hija de Videla, medio pasadita ya de adolescente,la que inevitablemente atraía las miradas de los pensionistas y también más de una vez atraía alguna mano larga. Porque la muchachita debía pasar entre las mesas bastante juntas, siendo inevitable algún roce de sus “redondeces” con la espalda de alguno y eso incrementaba los suspiros y los lances.
Era seguro que la muchachita se habría quejado adentro por algún manoseo, porque Videla pasaba cada vez más tiempo en la puerta que daba a la sala, vigilante. Porque su mujer y la hija mayor a cargo ambas de la cocina, no podían abandonar el alma del negocio para atender las mesas.
Y quizá no se animase a atenderlas el mismo Videla, pensando en que no iba a faltar quien hiciese mofa de su hablar gangoso, con lo que probablemente se terminaría el negocio. El tema es que pasaban los días y tanto a la muchachita como a Videla se los notaba cada vez más alterados. Videla ya no se apartaba de la puerta del salón y la muchachita alcanzaba las cosas a las mesas, poco menos que en la punta de una caña.
Hasta que uno de esos días regresó al lugar uno de los hijos varones de Videla, llamado Josué. Ese día comenzaron a llegar los pensionistas a la hora acostumbrada, aunque les extrañó que mientras iban llegando no se observase ninguno de los movimientos habituales. Una vez que estuvieron todos presentes, en la puerta del salón aparecieron Videla y Josué. El primero, componiéndose la garganta como para llamar la atención de los presentes, dijo lo más claro que pudo:
- “A cartir e la jecha, lah mehah lah atiende Hohué!”
Dicho esto dio media vuelta y se mandó de raje para adentro. Pero antes de que los pensionistas alcanzasen siquiera a hilvanar algún comentario y seguro queriéndose sacar una espina clavada muy hondo y desde mucho tiempo atrás, Videla reapareció en la puerta y agregó desafiante:
- “Y a er hi a Hohué tamién le tocan el ulo, araho!!”
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