HISTORIAS DE PAPAS
Entre las tantas historias que CONTABA MI SUEGRO y que ya narré aquí, hay una anécdota de su juventud, de antes de entrar a Gendarmería Nacional, cuando al irse de su casa en el alto valle del río Negro a vagabundear, o a “rodar tierras”, como también solía decirse, sin saber cómo ni porqué, un día llegó a Balcarce en la temporada de la cosecha de papas. Con esta historia termino de contar lo que hasta ahora escribí de lo que entre mate y mate (y también, por qué no decirlo, entre vino y vino..!) me contaba mi suegro. Y el tema de la misma me dará pie para entrar a otras historias no menos interesantes, en su mayoría graciosas, aunque siempre con "algo más" para pensar, y que narraré a partir de esta historia. O sea que esta podría ser la última historia de las que CONTABA MI SUEGRO, aunque también será la primera de mis HISTORIAS DE PAPAS.La cosecha de papas, tanto en los tiempos en que mi suegro era joven (y estoy hablando quizá de fines de la década de 1930, unos setenta u ochenta años atrás), como ahora, no es cosa fácil. Tanto a la cosecha de papas como a la cosecha de maíz de aquéllos tiempos, se la denominaba “tirar la maleta.” Desde hace años, el maíz ya no se cosecha a mano, sino que se lo hace con las modernas cosechadoras automotrices.
Pero antes, al igual que la papa antes y ahora, al maíz se lo cosechaba a mano. Cada cosechero avanzaba por el surco entre dos filas de maíz, con una gran bolsa de lona, o “maleta”, que colgada de su cuello por una especie de manija, le pasaba entre sus piernas y venía a la rastra detrás de el. El cosechero iba cortando a mano y de ambas filas, los choclos secos o mazorcas y los mandaba dentro de la maleta. Esta obviamente era cada vez más pesada y arrastrarla en esas condiciones era prácticamente un castigo.
Al llegar al final de cada surco, o si los surcos eran muy largos, allí donde las maletas se tornaban tan pesadas que era imposible arrastrarlas, se las vaciaba formando una troja o montón de mazorcas, las que luego eran recogidas por un rastrín tirado por caballos y eran llevadas a las trojas (o trojes) principales. En el caso de la papa, por más de un motivo el trabajo era aún más penoso: la juntada de maíz se hacía con el cuerpo erguido, mientras que la papa era y es juntada desde el suelo y se trabaja casi continuamente agachado doce o catorce horas.
Además en la juntada de maíz se pisaba suelo relativamente firme, mientras que en la papa se pisaba y se pisa tierra suelta, ya que las papas primero deben ser removidas del suelo donde crecieron, mediante una máquina especial que las remueve junto con la tierra. Por lo tanto, “tirar la maleta” pisando tierra suelta y a su vez con la maleta arrastrándose por la misma tierra suelta, es ya un castigo medioeval. Y por último, es infinitamente más sucio el trabajo de juntada de papa, que el de maíz.
Palabras aparte merece el resto de la vida del juntador de papas; y no ya la del de hace setenta años, sino la del actual. En los momentos en que no está sufriendo agachado en el campo, el juntador de papas vive literalmente tirado en un campamento ambulante que es llevado de un campo a otro, a medida que la papa necesita ser juntada. Raramente se le facilitan casillas rodantes, u otro tipo de habitación. En el mejor de los casos, si en el campo sembrado existe algún galpón abandonado, los cosecheros podrán habitar allí. Aunque es más que frecuente que lo hagan bajo algún reparo preparado con chapas de cinc apoyadas contra algún tronco de árbol, o contra los alambrados. Allí comen, descansan (es una manera de decir..!) y hasta duermen. Muchas veces habiéndose lavado en la precariedad de un tacho lleno de agua provista por algún tanque sobre ruedas, o por algún tambor.
Generalmente esos cosecheros tienen un jornal que comparado con los jornales normales pagados en el campo argentino, son superiores. Aunque es tan compleja su situación social, que cuesta discernir si eso es bueno, o si es malo. Porque quienes van a hacer ese trabajo son personas muy simples. Con ese jornal en la mano y con todo el embrutecimiento de su trabajo, generalmente son incapaces de guardar nada y las ocasiones de quedarse sin dinero van a buscarlos hasta el propio campamento.
En primer lugar, son abastecidos de los elementos indispensables para comida y demás, por alguien del pueblo más cercano, quien acuerda tal actividad con el dueño de la plantación. Esa misma persona, que es enterada de antemano cuando se cobrarán las quincenas, muchas veces se encarga de aparecerse a cobrar acompañado por algunas prostitutas que, sin hacer juicio de valor en cuanto a su actividad, llegan al campamento alegrando un poco la vida de los cosecheros, pero ayudando a que esa distracción y “revaloración de su hombría” les cueste bien caro.
Finalmente suelen ser infaltables las timbas que algún vivo organiza en la noche del día de pago. Timbas en las cuales muchos de los cosecheros pierden lo poco que les quedó luego de pagar los víveres y “un cacho de ternura.” Y en esto se centra la historia contada por mi suegro. Allá por el campo de Balcarce adonde fue “a rebotar” (como el gustaba decir), entre tantos cosecheros hizo migas con un muchacho que andaba en las mismas que él. Recién ido de su casa en busca de horizontes propios y empezando a trabajar por primera vez. Porque parecía ser que en sus veintitantos años, ese muchacho nunca había probado trabajar y ese había sido uno de los motivos por los cuales en la casa le habían cortado los víveres. En la próxima entrada les contaré como culminó esta historia, que no tiene desperdicio. Cuídense y sean felices! MAG
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