Y EL COMPADRE ROSAMEL
CONTABA MI SUEGRO que había fallecido un vecino de Las Lajas y a la tardecita, luego de cumplir con su trabajo, fue al velorio a presentar sus respetos. Con su agudeza de siempre, no faltó casi nada para que el velorio le diese material para sus historias. Luego de cumplir saludando a los deudos, se había parado en la penumbra de la galería de la casa a conversar con algún otro vecino presente en la condolencia.La casa era una modesta de tantas, con su galería de piso de tierra bien regado para la contingencia fúnebre y colgada bajo la galería, la infaltable “fiambrera” que mucho tiempo después y en los hogares más pudientes, primero vino a ser reemplazada por la heladera a kerosén y luego por la heladera eléctrica. Y dentro de la fiambrera, un par de cabezas de chivo esperando ser parte de algún puchero(1).
Un rumor de saludos entre los que estaban conversando más cerca de la puerta de calle, hizo que mi suegro dirigiese su atención hacia allí, justo para ver entrar a Doña Chola, una vecina del pueblo, bien gordita, cuya coquetería le hacía prescindir de los anteojos, aunque era poco lo que veía. Doña Chola avanzaba elegante por la galería, con paso firme y saludando con la cabeza a diestra y siniestra. Al pasar frente a la fiambrera, un poco por la penumbra del atardecer y otro poco por su mala vista, saludó el bulto haciendo una reverencia y un amplio gesto con la cabeza.
Sin inmutarse y quizá sin darse cuenta a quién, o a qué había saludado, Doña Chola siguió su avance hacia adentro de la casa y mi suegro tuvo que salir a tomar un poco de aire al patio, porque reírse de golpe en un velorio está mal visto en cualquier parte. Por más que uno llegase a explicar que Doña Chola había saludado a las cabezas de chivo de la fiambrera.
Al rato nomás y dominada la risa, mi suegro entró de nuevo a la casa y se estacionó en la sala mortuoria, recostado en la pared casi al lado de Doña Rosa, una vieja histórica del lugar, famosa porque algunos decían que era ciega y otros agregaban que solamente “no veía lo que no quería.” La cercanía de Doña Rosa casi seguro iba a dar material para otra historia, la que no tardó en aparecer.
Para esto, la recién llegada Doña Chola ya estaba completando su ronda de saludo a los deudos en la capilla ardiente y se acercaba al lugar donde estaba sentada Doña Rosa. Se arrimó a ella por el lado contrario a donde estaba mi suegro y parándose también contra la pared, comenzó a conversar con la vieja. La charla era confusa, casi incoherente, con la vieja preguntando al bulto y la gorda respondiendo sin mucha convicción. Mi suegro, parado al otro lado, obviamente no se perdía palabra.
Así pasaron algunos minutos durante los cuales la vieja seguía preguntando y Doña Chola seguía respondiendo cada vez más confundida. Hasta que en una de esas Doña Rosa, probablemente notando también la incoherencia de las respuestas, se incorporó de la silla, dio toda una vuelta alrededor de Doña Chola para que al obligarla a girar, la cara de esta se iluminase con las luz de las velas. Entonces, mirándola detenidamente bien de cerca durante un rato, al final exclamó:
- “Puaahh!! Si me había créido qu' era el compadre Rosamel!!”
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(1) A propósito, contaba mi suegro que una vez en un rancho en el que estaba invitado a comer, hervían una cabeza de chivo en el puchero mientras él tomaba mate en la cocina con el dueño de casa. En eso entró corriendo el niño menor de la casa, un muchachito de unos cinco o seis años, quien levantó la tapa de la olla para ver que estaban cocinando y al ver los ojos enormes del pobre chivo, gritó: -“Papá! El puchero me mira..!”
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