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Escudo de Bahía Blanca |
HISTORIAS DE PAPAS (11)
Entre estas elucubraciones acerca de las papas, me viene a la memoria un recuerdo de mi primera juventud, cuando estudiaba Geología en la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca y vivía en la que en aquél entonces era la famosa pensión “El Gaucho”. Esta se ubicaba en una gran casa antigua de la calle Dorrego, en el número 378. Casi donde esta calle, por ironía del destino y quien sabe por qué criterio de quienes bautizaron las calles de esa ciudad, se cruza con la calle Lavalle.
Dorrego y Lavalle se encuentran todos los días en esa esquina, quizá rememorando el trágico y descabellado encuentro de ambos en aquel fatídico 13 de Diciembre de 1.828, cuando se comenzó a teñir con sangre de verdaderos hermanos la historia de los argentinos. Lavalle, el mismo héroe indudable del Ejército de los Andes como fue su fama, aunque siempre corto de entendederas, como también fue su fama, circunstancialmente tuvo el poder del país por poco tiempo.
Pero estaba tan enceguecido por el sutil “meloneo” de los “casacas negras”, como el mismo Lavalle denominó veinte años después a los unitarios leguleyos que interesadamente lo usaron, haciéndole gastar su heroica vida luchando contra la verdadera argentinidad. De ese modo y entre otras cosas en virtud de una pérfida carta escrita por Salvador María del Carril a propósito de la detención de Dorrego, hasta ese momento Gobernador de Buenos Aires, ordenó el fusilamiento de este pasando a simbolizar hasta hoy los desencuentros internos que signaron a la Argentina desde entonces.
En esa pensión nos mezclábamos conviviendo estudiantes pobres, artesanos de oficios diversos y jornaleros sin oficio. Entre estos últimos había varios que se ganaban la vida changueando en el puerto y en las barracas de la zona. Porque en la vecindad de esa pensión que hoy puede decirse que está casi en pleno centro bahiense, en aquél entonces había algunas barracas de forrajes y acopiadoras de granos; la barraca de Segatori era una de ellas y la de Marcos Raijer era otra; las que no se si siguen estando allí. Ambas tenían algún número de obreros casi permanentes, pero el circunstancial mayor movimiento de mercadería en ellas durante algunas ocasiones especiales, hacía que tuvieran que recurrir al empleo de changarines por uno o dos días. Y allí íbamos nosotros, los estudiantes pobres.
Adonde yo habitualmente concurría, era a la barraca de Marcos Raijer, ubicada sobre Lavalle, apenas a media cuadra de la pensión y a media cuadra de la asociación vasca, donde de noche cantaba en su coro. Como el viejo Marcos se dedicaba a negocios con forraje y papas, a veces solían llegar juntos muchos camiones cargados de avena, maíz o papas y había que descargarlos en el mismo día. Entonces alguno de los jornaleros que vivían en la pensión, venía a buscarnos para que ese día nos ganásemos "la changa."
Sabíamos que esos eran días especiales, de “garrón acalambrado”, como solíamos decir. Porque la urgencia de los camioneros forasteros para descargar e irse, nos impedía parar al medio día y algunas veces solíamos estar desde muy temprano a la mañana hasta pasadas las nueve de la noche, trotando bajo el peso de las bolsas, muchas veces con las piernas al borde de la desesperación. Pocas veces el trabajo era mucho más liviano y ello solo ocurría cuando el viejo Marcos no había podido vender todas las papas a tiempo. Entonces había que vaciar las bolsas en el piso del galpón y clasificar las papas, para computar la merma por deshidratación y pudrición.
Entonces se sacaban las papas podridas, las que dicho sea de paso dejaban en las manos y en lo profundo del olfato, un olor nauseabundo que tardaba varios días en desaparecer (porque en esa época, trabajar con guantes no se veía ni en las películas). Se llenaban y pesaban las bolsas para computar la merma. Merma que luego sería cargada al precio de la papa, el cual crecía en la misma medida en que iba desapareciendo del mercado la papa nueva. Luego las bolsas se estibaban nuevamente. Pero en estos casos, salvo la mirada imperturbable y siempre seria del viejo Marcos, no nos corría nadie.
continúa...Dorrego y Lavalle se encuentran todos los días en esa esquina, quizá rememorando el trágico y descabellado encuentro de ambos en aquel fatídico 13 de Diciembre de 1.828, cuando se comenzó a teñir con sangre de verdaderos hermanos la historia de los argentinos. Lavalle, el mismo héroe indudable del Ejército de los Andes como fue su fama, aunque siempre corto de entendederas, como también fue su fama, circunstancialmente tuvo el poder del país por poco tiempo.
Pero estaba tan enceguecido por el sutil “meloneo” de los “casacas negras”, como el mismo Lavalle denominó veinte años después a los unitarios leguleyos que interesadamente lo usaron, haciéndole gastar su heroica vida luchando contra la verdadera argentinidad. De ese modo y entre otras cosas en virtud de una pérfida carta escrita por Salvador María del Carril a propósito de la detención de Dorrego, hasta ese momento Gobernador de Buenos Aires, ordenó el fusilamiento de este pasando a simbolizar hasta hoy los desencuentros internos que signaron a la Argentina desde entonces.
En esa pensión nos mezclábamos conviviendo estudiantes pobres, artesanos de oficios diversos y jornaleros sin oficio. Entre estos últimos había varios que se ganaban la vida changueando en el puerto y en las barracas de la zona. Porque en la vecindad de esa pensión que hoy puede decirse que está casi en pleno centro bahiense, en aquél entonces había algunas barracas de forrajes y acopiadoras de granos; la barraca de Segatori era una de ellas y la de Marcos Raijer era otra; las que no se si siguen estando allí. Ambas tenían algún número de obreros casi permanentes, pero el circunstancial mayor movimiento de mercadería en ellas durante algunas ocasiones especiales, hacía que tuvieran que recurrir al empleo de changarines por uno o dos días. Y allí íbamos nosotros, los estudiantes pobres.
Adonde yo habitualmente concurría, era a la barraca de Marcos Raijer, ubicada sobre Lavalle, apenas a media cuadra de la pensión y a media cuadra de la asociación vasca, donde de noche cantaba en su coro. Como el viejo Marcos se dedicaba a negocios con forraje y papas, a veces solían llegar juntos muchos camiones cargados de avena, maíz o papas y había que descargarlos en el mismo día. Entonces alguno de los jornaleros que vivían en la pensión, venía a buscarnos para que ese día nos ganásemos "la changa."
Sabíamos que esos eran días especiales, de “garrón acalambrado”, como solíamos decir. Porque la urgencia de los camioneros forasteros para descargar e irse, nos impedía parar al medio día y algunas veces solíamos estar desde muy temprano a la mañana hasta pasadas las nueve de la noche, trotando bajo el peso de las bolsas, muchas veces con las piernas al borde de la desesperación. Pocas veces el trabajo era mucho más liviano y ello solo ocurría cuando el viejo Marcos no había podido vender todas las papas a tiempo. Entonces había que vaciar las bolsas en el piso del galpón y clasificar las papas, para computar la merma por deshidratación y pudrición.
Entonces se sacaban las papas podridas, las que dicho sea de paso dejaban en las manos y en lo profundo del olfato, un olor nauseabundo que tardaba varios días en desaparecer (porque en esa época, trabajar con guantes no se veía ni en las películas). Se llenaban y pesaban las bolsas para computar la merma. Merma que luego sería cargada al precio de la papa, el cual crecía en la misma medida en que iba desapareciendo del mercado la papa nueva. Luego las bolsas se estibaban nuevamente. Pero en estos casos, salvo la mirada imperturbable y siempre seria del viejo Marcos, no nos corría nadie.
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